Construyo y destruyo
- 07/12/2024 00:00
- 06/12/2024 18:26
No hay tierra santa y no santa Ya estoy cansado. Tengo demasiadas horas de estar con este pico derrumbando las paredes. Utilizo mi extraordinaria fuerza masculina, alabada y envidiada por mis compañeros y amigos. Estaba dolido y hastiado por derrumbar lo que tanto me costó construir.
Recuerdo que las damas miraban de reojo mi musculatura, sonreían entre sí y se iban comentando sobre mí, cosas que yo quería saber. Debían ser muy interesantes.
Orgulloso de mí mismo, refrenaba mis instintos y me acogía en los brazos de mi dulce y fiel compañera y le decía:
- Tú eres única.
Ahora me toca derrumbar el techo. Usaré una escalera y será mas cómodo quitar primero las tejas y luego las vigas que sostienen el tejado. Sobre él me subo.
Miro a lo lejos las casas, una a una. Hombres de todo tamaño y edades van destruyendo el viejo nido. El sudor corre por sus mejillas, por las mías también, el problema es que se confunden con las lágrimas que no piensan detenerse.
Los golpes suenan, el oído ya no puede con los diversos sonidos, y el alma se desmorona, poco a poco, junto a cada pedazo que cae.
Recuerdo, se dijo a sí mismo. Retrocedo en el tiempo. Juntos vinimos con varios amigos y vimos el solar vacío, unos pocos árboles y la inmensidad del cielo.
Nos gustó el lugar. No tenía dueños y el descampado nos llamaba a construir el hogar, la casa que siempre soñamos, hechas con las manos, soñada tantas veces y construida en nuestras mentes de diversas maneras. Todos empezamos a edificar y bromeábamos sobre quién terminaría primero y cuál sería el mejor.
Y me recuerdo dentro de ella, la casa. Poco a poco pusimos el piso de cemento y entre varios amigos fuimos armándola hasta construirla en un hogar.
Mi mujer, artista muy sabia, tejió las mejores colchas para nuestra recámara y allí pasamos las noches, con nuestros hijos y soñando con el hijo o la hija por venir.
No contamos que, después de muchos años, llegarían ellos. Armados, rubios, con un lenguaje extraño, pero con una misión que cumplir.
- Hay que derribar esas casas, les dijo el jefe. Ese no es su territorio. Son unos advenedizos.
Y allí estaban sentados con sus uniformes, sus armas, sus insultos incomprensibles.
Tocaron, o mejor dicho, tumbaron la puerta de mi casa.
- Tome el pico y póngase a trabajar, dijeron, casi burlonamente.
- ¿Qué tengo que hacer?, pregunté sorprendido.
- Derrúmbela.
- No, este es mi hogar, aquí he vivido muchos años. No hemos hecho nada malo.
- O la derrumba o lo derrumbamos. Y nos mostraban sus armas.
Y todos reían al ver nuestra angustia y perplejidad.
Y aquí estoy, derrumbando, poco a poco, lo que construí a través de los años: el cuarto de los niños, la cocina rústica, el comedor erigido con mis manos, las plantas que adornaban el portal, escuchando a las gallinas que, alborotadas, no sabían lo que pasaba.
Mi sitio, el de los míos. Mi esposa y mis hijos lloran afuera, viendo cómo se derrumba parte de la historia de sus vidas.
Pero, lloran por mí, el constructor, el destructor, al que solo le quedarán sus brazos para consolarse y llorar, en este mundo sin sentido, en esta tierra que no tiene dueños.
Construyo y destruyo: ¿volveré a construir y volveré a destruir?
Lo que sí comprendo es que no existe la tierra santa y la no santa.
Griselda Alcira López Pérez. Guararé, Los Santos, Panamá, 20 de marzo de 1938. Es una escritora y periodista panameña, primera directora de la televisora estatal SERTV, reconocida por sus escritos en los géneros de cuento y ensayo. Forma parte de la llamada Generación del 58. En 2017 recibió un reconocimiento del el Fórum de Periodistas en Panamá por su trayectoria periodística.
Ya estoy cansado. Tengo demasiadas horas de estar con este pico derrumbando las paredes. Utilizo mi extraordinaria fuerza masculina, alabada y envidiada por mis compañeros y amigos. Estaba dolido y hastiado por derrumbar lo que tanto me costó construir.
Recuerdo que las damas miraban de reojo mi musculatura, sonreían entre sí y se iban comentando sobre mí, cosas que yo quería saber. Debían ser muy interesantes.
Orgulloso de mí mismo, refrenaba mis instintos y me acogía en los brazos de mi dulce y fiel compañera y le decía:
- Tú eres única.
Ahora me toca derrumbar el techo. Usaré una escalera y será mas cómodo quitar primero las tejas y luego las vigas que sostienen el tejado. Sobre él me subo.
Miro a lo lejos las casas, una a una. Hombres de todo tamaño y edades van destruyendo el viejo nido. El sudor corre por sus mejillas, por las mías también, el problema es que se confunden con las lágrimas que no piensan detenerse.
Los golpes suenan, el oído ya no puede con los diversos sonidos, y el alma se desmorona, poco a poco, junto a cada pedazo que cae.
Recuerdo, se dijo a sí mismo. Retrocedo en el tiempo. Juntos vinimos con varios amigos y vimos el solar vacío, unos pocos árboles y la inmensidad del cielo.
Nos gustó el lugar. No tenía dueños y el descampado nos llamaba a construir el hogar, la casa que siempre soñamos, hechas con las manos, soñada tantas veces y construida en nuestras mentes de diversas maneras. Todos empezamos a edificar y bromeábamos sobre quién terminaría primero y cuál sería el mejor.
Y me recuerdo dentro de ella, la casa. Poco a poco pusimos el piso de cemento y entre varios amigos fuimos armándola hasta construirla en un hogar.
Mi mujer, artista muy sabia, tejió las mejores colchas para nuestra recámara y allí pasamos las noches, con nuestros hijos y soñando con el hijo o la hija por venir.
No contamos que, después de muchos años, llegarían ellos. Armados, rubios, con un lenguaje extraño, pero con una misión que cumplir.
- Hay que derribar esas casas, les dijo el jefe. Ese no es su territorio. Son unos advenedizos.
Y allí estaban sentados con sus uniformes, sus armas, sus insultos incomprensibles.
Tocaron, o mejor dicho, tumbaron la puerta de mi casa.
- Tome el pico y póngase a trabajar, dijeron, casi burlonamente.
- ¿Qué tengo que hacer?, pregunté sorprendido.
- Derrúmbela.
- No, este es mi hogar, aquí he vivido muchos años. No hemos hecho nada malo.
- O la derrumba o lo derrumbamos. Y nos mostraban sus armas.
Y todos reían al ver nuestra angustia y perplejidad.
Y aquí estoy, derrumbando, poco a poco, lo que construí a través de los años: el cuarto de los niños, la cocina rústica, el comedor erigido con mis manos, las plantas que adornaban el portal, escuchando a las gallinas que, alborotadas, no sabían lo que pasaba.
Mi sitio, el de los míos. Mi esposa y mis hijos lloran afuera, viendo cómo se derrumba parte de la historia de sus vidas.
Pero, lloran por mí, el constructor, el destructor, al que solo le quedarán sus brazos para consolarse y llorar, en este mundo sin sentido, en esta tierra que no tiene dueños.
Construyo y destruyo: ¿volveré a construir y volveré a destruir?
Lo que sí comprendo es que no existe la tierra santa y la no santa.