Río Hato, 20 de diciembre de 1989
- 20/12/2024 05:28
- 19/12/2024 19:46
Una enfermera, un estudiante y un policía corren por sus vidas mientras el ejército más grande del mundo desciende sobre la base militar panameña. Parte del especial Publicando Memoria Farallón es un pueblo de sol, pescado, arena y mar, ubicado en el corregimiento de Río Hato, provincia de Coclé. Las casas de los residentes tienen porches amplios de donde cuelgan hamacas para disfrutar la brisa y ver pasar la vida. Cerca del pueblo está la playa, niños juegan en la arena blanca bajo un cielo azul que se extiende hacia el horizonte con nubes paseándose perezosas entre la brisa. Ranchitos de paja dan sombra a turistas hospedados en un “todo incluido”, que se embarran de protector solar mientras esperan sus cervezas.
Treinta y cinco años atrás, la noche del 19 de diciembre de 1989, el Ejército de Estados Unidos iniciaría en esas playas la operación militar aérea más grande desde la Guerra de Vietnam. Su nombre fue Operación Causa Justa, pero en Panamá se le recuerda como la invasión; así, a secas.
El ataque Un informe desclasificado del Estado Mayor Conjunto estadounidense detalló que 1.300 rangers descendieron cerca de la medianoche sobre distintos objetivos en Río Hato, a los que se sumaron 2.700 soldados de la 82a. División Aérea en los siguientes 45 minutos.
En 1989, en la base militar de Río Hato, se hallaban apostadas la Sexta Compañía de Infantería Expedicionaria Mecanizada y la Séptima Compañía de Infantería Macho de Monte de las Fuerzas de Defensa de Panamá (FF.DD.). La base militar contaba con una pista de aviones. Controlar el área y neutralizar a las tropas especializadas que allí se encontraban era un objetivo prioritario del ejército invasor.
A las 11.30 de la noche, Estados Unidos interceptó un mensaje de la Comandancia de las FF.DD. a la base de Río Hato. “Saquen sus armas y salgan al aeródromo. Empiecen a disparar cuando vengan”.
Eric Torrero era un cabo segundo de la Policía en el 89. Su mamá había sido homenajeada en múltiples ocasiones porque sus cuatro hijos formaban parte de las FF.DD. Dos de ellos estaban en la Expedicionaria y el más joven entrenaba para ser parte de los Macho de Monte, grupo élite encargado de escoltar al dictador y comandante de las FF.DD., Manuel Antonio Noriega.
La invasión encontró a Eric durmiendo en su casa con su mamá, y su esposa embarazada de nueve meses. “Fue el primer bombazo que estremeció todo; la bomba venía de allá de un barco afuera. Después mandaron otro bombazo y se fue la luz y se fue el agua. Quedamos todos a oscuras, en tinieblas”, recuerda.
Para Eric, la prioridad era sobrevivir. Corrió con su esposa encinta buscando un sitio seguro. Alrededor de la 1:00 a.m. encontró a compañeros policías que le propusieron reagruparse, ir a la armería de la base y hacer frente al ejército invasor. “Eso ya tiene que estar tomado por los gringos”, les respondió, convenciéndolos de desistir.
Su cuñado fue testigo de lo que pasaba con quienes opusieron resistencia. En la playa se encontró con un soldado panameño que intentaba detener aviones de guerra estadounidenses. “Tenían una ametralladora con cuatro bocas y disparaban a los helicópteros y a los aviones que pasaban. Pero esa munición en el aire se veía como si fuera un trozo de candela, así que los gringos podían chifear eso. Un helicóptero pudo ver el fogonazo de donde estaba saliendo la munición, se acercó y le lanzó un cuetazo a los que estaban ahí en la ametralladora esa y ahí estaba mi cuñado con un señor de Veraguas que era también sargento primero que le decían Mamplú. Cuando lanzaron esa bomba, mi cuñado logró salir, pero el señor Mamplú no lo logró. El cuerpo quedó en pedazos”.
No todos los muertos en Río Hato eran combatientes. Gilberto Minera era soldador. Su cuerpo fue encontrado a metros de una trinchera de donde salía un rastro de sangre. Vestía suéter rojo con líneas amarillas y azules en el cuello, bolsillo y mangas; calzaba botas de caucho negras. Lo encontró tres días después de la invasión un hombre que buscaba armas y municiones para vender al Ejército estadounidense. Fueron los mismos estadounidenses quienes lo identificaron; había ido varias veces a la base buscando trabajo.
Demetrio Castillo salió de su casa el lunes 18 de diciembre a las 11:00 de la mañana. Llevaba una camisa manga larga color crema, pantalón y zapatos chocolates. Solo se encontró el aro de su reloj plateado y la cédula quemada.
Roger Alexis Cedeño era chofer en la base de Río Hato. Lo encontraron muerto dentro de su camión. Viajaba desde Colón rumbo a Paso Canoas. Junto a su cuerpo encontraron una almohada de florecitas y un anillo de metal. En su pantalón “diablo fuerte” había poco más de 20 dólares y una moneda de 10 centavos.
Salvando vidas El recuerdo sigue vivo en los residentes de Farallón. Florinda Christian lo recuerda desde el porche de su casa, a unos cientos de metros de la pista del actual aeropuerto de Río Hato. “Cuando llegó a la casa, iban a ser las 12:00 de la noche. Oímos una explosión. ¡Santo! ‘Llegó la cosa’, le digo a mi hija Ana, la baby, la más chica”. Florinda lleva sus 81 años con gracia y estilo. Luce un vestido naranja estampado con flores, un bastón decorado y lentes oscuros. Durante la invasión tenía 46 años y trabajaba como enfermera en la Policía. “Una de mis hijas sacó la almohada de la funda y empezó a meter la ropa de la bebé. Ahí les dije: nos vamos para la playa”.
Florinda corrió con sus hijas por la arena a mitad de la noche. En el camino recogió a niños perdidos sin sus padres que no sabían adónde ir. Se toparon con miembros de las FF.DD. y ellos les pidieron que se alejaran para que no los mataran por accidente. Lo último que vieron de ellos fueron sus siluetas metiéndose al monte. Recuerda vívidamente el sonido de las aeronaves estadounidenses sobre el pueblo. “Ese avión sonaba igualito a una vaca”, cuenta. Del vientre de la vaca de metal se derramaban miles de soldados armados. “Yo dije entonces Dios mío, ayúdanos. Ayúdanos y líbranos de esto”.
Estudiantes Entre los aviones desplegados para atacar Río Hato estaban dos F117A Nighthawk, una aeronave de última tecnología capaz de evadir radares y lanzar bombas con alta precisión. El objetivo era dejar caer las bombas a 150 yardas de distancia, aprovechando la sorpresa para neutralizar a las fuerzas panameñas y tratando de reducir el número de muertes. El general Carl Stiner argumentó que muchos panameños tenían buenas relaciones con Estados Unidos y consideró que una matanza en Río Hato pondría la opinión pública en su contra.
Cerca a esas barracas dormían varios estudiantes, jóvenes de entre 14 y 17 años, del Instituto Militar Tomás Herrera conocidos como “Tomasitos”.
Mario Lozada es hoy médico, director regional del Ministerio de Salud en Coclé. En 1989 era uno de los Tomasitos que dormían cuando empezaron a caer las bombas.
“Escuchamos las bombas, los estallidos, las luces... Los mismos instructores nos avisaron. ‘Nos están invadiendo. Los norteamericanos están invadiendo Panamá”, recuerda Mario.
Los pilotos de los F117A soltaron sus bombas cerca de las barracas de la Compañía Expedicionaria y los Macho de Monte mientras los rangers bajaban en paracaídas al área.
Los estudiantes del Tomás Herrera dormían en un edificio ubicado detrás de las barracas llamado “La Rural”. “Mirabas al frente y escuchabas una bomba atrás, a un lado, a un costado, bombas, las luces, los destellos de las balas”, recordó Mario Lozada. “Éramos adolescentes y pensamos en ese momento: hasta aquí llegamos”.
Mario escuchó la detonación de una granada de fragmentación. Al voltear, vio a sus compañeros con las camisetas blancas cubiertas de sangre. “Hoy soy médico y te puedo decir que en una lesión pequeña te cortas unos vasos sanguíneos y vas a pensar que te estás desangrando, pero al final no es así. Pero en ese momento pensé que mis compañeros se estaban desangrando y muriendo”.
Entre los soldados estadounidenses había varios latinoamericanos que les dijeron en español: “Si se mueven, los matamos”. Mario, junto al resto de los estudiantes, fueron tomados prisioneros.
Uno de sus profesores, Felipe Magallón, guardaba cada semana dinero de los estudiantes para entregárselos en sus días feriados. Intentó regresar a buscar el dinero y los anillos de graduación de los pelaos, pero nunca regresó. Mario junto al resto de los estudiantes serían llevados en un avión Hércules atados de manos a una base militar en Ciudad de Panamá.
Balance El día de la invasión había unas 400 tropas de combate apostadas en Río Hato. Los miembros de la Expedicionaria y los Macho de Monte se sobrepusieron a la sorpresa inicial y combatieron por cinco horas contra las oleadas de tropas estadounidenses. Finalmente, 250 se rindieron y entre 150 y 240 soldados huyeron al campo.
“En aquel momento había un plan de hacer como una especie de guerra de guerrillas con armas en algunos lugares”, explicó el historiador coclesano Pantaleón García. “Se decía que después iban a encontrarse allí, pero al final nadie se organizó. Hubo resistencia, pero fueron acciones individuales. Hay gente que te puede decir. por ejemplo. que se llevaron una tanqueta, pero después se quedaron solos y cuando vieron que los altos mandos se entregaron, ellos comenzaron a entregarse”, explicó.
El profesor desmintió que las tropas panameñas no hubieran ofrecido resistencia, apuntando que lo que había era una lucha desigual. Panameños con ametralladoras contra helicópteros blindados, una batalla imposible.
Legado En la entrada de Farallón se ha construido un monumento a los caídos en la invasión. Están los nombres de tres soldados: el sargento Catalino Domínguez, el sargento Felipe Magallón, el cabo Demetrio Castillo, y dos civiles panameños: Bertín Navas y Ugonery Sarmiento. En los archivos de la Comisión 20 de Diciembre se encuentran más nombres de víctimas que han logrado ser identificadas. El número real de muertos y desaparecidos debe ser mayor, y aunque falta mucho trabajo por hacer de identificación, probablemente nunca se sepa la cifra completa.
En 2019, la comunidad de Río Hato ofreció un homenaje a los caídos en la invasión. Lanzaron flores al mar, compartieron sus historias. Luego, se juntaron en el mercado para un pequeño acto protocolar. Esa tarde, un grupo de estadounidenses se acercaba cauteloso al sitio. Eran veteranos del ejército, rangers que bajaron en el 89 y participaron de la invasión, de lo que ellos llaman Operación Causa Justa. Estaban ahí porque querían también llorar a sus muertos, los estadounidenses que cayeron en combate. Temían irrumpir en el duelo ajeno, no hablaban español y los riohateños no hablaban inglés.
Un visitante ayudó como intérprete. Explicó a la comunidad lo que querían hacer los exsoldados gringos. Lejos de ofenderse, los panameños los recibieron. El ranger pidió que le dijeran a un ex Macho de Monte lo mucho que admiraban su destreza. Pidieron perdón por las muertes. Se dieron la mano, se tomaron foto. Con el pasar de las décadas, el dolor es compartido; el odio no. El sol de Río Hato quema a todos por igual.
Mario lozadaexestudiante del instituto tomás herreraMirabas al frente y escuchabas una bomba, atrás, a un lado, a un costado, bombas. “Éramos adolescentes y pensamos en ese momento: hasta aquí llegamos”
Farallón es un pueblo de sol, pescado, arena y mar, ubicado en el corregimiento de Río Hato, provincia de Coclé. Las casas de los residentes tienen porches amplios de donde cuelgan hamacas para disfrutar la brisa y ver pasar la vida. Cerca del pueblo está la playa, niños juegan en la arena blanca bajo un cielo azul que se extiende hacia el horizonte con nubes paseándose perezosas entre la brisa. Ranchitos de paja dan sombra a turistas hospedados en un “todo incluido”, que se embarran de protector solar mientras esperan sus cervezas.
Treinta y cinco años atrás, la noche del 19 de diciembre de 1989, el Ejército de Estados Unidos iniciaría en esas playas la operación militar aérea más grande desde la Guerra de Vietnam. Su nombre fue Operación Causa Justa, pero en Panamá se le recuerda como la invasión; así, a secas.
Un informe desclasificado del Estado Mayor Conjunto estadounidense detalló que 1.300 rangers descendieron cerca de la medianoche sobre distintos objetivos en Río Hato, a los que se sumaron 2.700 soldados de la 82a. División Aérea en los siguientes 45 minutos.
En 1989, en la base militar de Río Hato, se hallaban apostadas la Sexta Compañía de Infantería Expedicionaria Mecanizada y la Séptima Compañía de Infantería Macho de Monte de las Fuerzas de Defensa de Panamá (FF.DD.). La base militar contaba con una pista de aviones. Controlar el área y neutralizar a las tropas especializadas que allí se encontraban era un objetivo prioritario del ejército invasor.
A las 11.30 de la noche, Estados Unidos interceptó un mensaje de la Comandancia de las FF.DD. a la base de Río Hato. “Saquen sus armas y salgan al aeródromo. Empiecen a disparar cuando vengan”.
Eric Torrero era un cabo segundo de la Policía en el 89. Su mamá había sido homenajeada en múltiples ocasiones porque sus cuatro hijos formaban parte de las FF.DD. Dos de ellos estaban en la Expedicionaria y el más joven entrenaba para ser parte de los Macho de Monte, grupo élite encargado de escoltar al dictador y comandante de las FF.DD., Manuel Antonio Noriega.
La invasión encontró a Eric durmiendo en su casa con su mamá, y su esposa embarazada de nueve meses. “Fue el primer bombazo que estremeció todo; la bomba venía de allá de un barco afuera. Después mandaron otro bombazo y se fue la luz y se fue el agua. Quedamos todos a oscuras, en tinieblas”, recuerda.
Para Eric, la prioridad era sobrevivir. Corrió con su esposa encinta buscando un sitio seguro. Alrededor de la 1:00 a.m. encontró a compañeros policías que le propusieron reagruparse, ir a la armería de la base y hacer frente al ejército invasor. “Eso ya tiene que estar tomado por los gringos”, les respondió, convenciéndolos de desistir.
Su cuñado fue testigo de lo que pasaba con quienes opusieron resistencia. En la playa se encontró con un soldado panameño que intentaba detener aviones de guerra estadounidenses. “Tenían una ametralladora con cuatro bocas y disparaban a los helicópteros y a los aviones que pasaban. Pero esa munición en el aire se veía como si fuera un trozo de candela, así que los gringos podían chifear eso. Un helicóptero pudo ver el fogonazo de donde estaba saliendo la munición, se acercó y le lanzó un cuetazo a los que estaban ahí en la ametralladora esa y ahí estaba mi cuñado con un señor de Veraguas que era también sargento primero que le decían Mamplú. Cuando lanzaron esa bomba, mi cuñado logró salir, pero el señor Mamplú no lo logró. El cuerpo quedó en pedazos”.
No todos los muertos en Río Hato eran combatientes. Gilberto Minera era soldador. Su cuerpo fue encontrado a metros de una trinchera de donde salía un rastro de sangre. Vestía suéter rojo con líneas amarillas y azules en el cuello, bolsillo y mangas; calzaba botas de caucho negras. Lo encontró tres días después de la invasión un hombre que buscaba armas y municiones para vender al Ejército estadounidense. Fueron los mismos estadounidenses quienes lo identificaron; había ido varias veces a la base buscando trabajo.
Demetrio Castillo salió de su casa el lunes 18 de diciembre a las 11:00 de la mañana. Llevaba una camisa manga larga color crema, pantalón y zapatos chocolates. Solo se encontró el aro de su reloj plateado y la cédula quemada.
Roger Alexis Cedeño era chofer en la base de Río Hato. Lo encontraron muerto dentro de su camión. Viajaba desde Colón rumbo a Paso Canoas. Junto a su cuerpo encontraron una almohada de florecitas y un anillo de metal. En su pantalón “diablo fuerte” había poco más de 20 dólares y una moneda de 10 centavos.
El recuerdo sigue vivo en los residentes de Farallón. Florinda Christian lo recuerda desde el porche de su casa, a unos cientos de metros de la pista del actual aeropuerto de Río Hato. “Cuando llegó a la casa, iban a ser las 12:00 de la noche. Oímos una explosión. ¡Santo! ‘Llegó la cosa’, le digo a mi hija Ana, la baby, la más chica”. Florinda lleva sus 81 años con gracia y estilo. Luce un vestido naranja estampado con flores, un bastón decorado y lentes oscuros. Durante la invasión tenía 46 años y trabajaba como enfermera en la Policía. “Una de mis hijas sacó la almohada de la funda y empezó a meter la ropa de la bebé. Ahí les dije: nos vamos para la playa”.
Florinda corrió con sus hijas por la arena a mitad de la noche. En el camino recogió a niños perdidos sin sus padres que no sabían adónde ir. Se toparon con miembros de las FF.DD. y ellos les pidieron que se alejaran para que no los mataran por accidente. Lo último que vieron de ellos fueron sus siluetas metiéndose al monte. Recuerda vívidamente el sonido de las aeronaves estadounidenses sobre el pueblo. “Ese avión sonaba igualito a una vaca”, cuenta. Del vientre de la vaca de metal se derramaban miles de soldados armados. “Yo dije entonces Dios mío, ayúdanos. Ayúdanos y líbranos de esto”.
Entre los aviones desplegados para atacar Río Hato estaban dos F117A Nighthawk, una aeronave de última tecnología capaz de evadir radares y lanzar bombas con alta precisión. El objetivo era dejar caer las bombas a 150 yardas de distancia, aprovechando la sorpresa para neutralizar a las fuerzas panameñas y tratando de reducir el número de muertes. El general Carl Stiner argumentó que muchos panameños tenían buenas relaciones con Estados Unidos y consideró que una matanza en Río Hato pondría la opinión pública en su contra.
Cerca a esas barracas dormían varios estudiantes, jóvenes de entre 14 y 17 años, del Instituto Militar Tomás Herrera conocidos como “Tomasitos”.
Mario Lozada es hoy médico, director regional del Ministerio de Salud en Coclé. En 1989 era uno de los Tomasitos que dormían cuando empezaron a caer las bombas.
“Escuchamos las bombas, los estallidos, las luces... Los mismos instructores nos avisaron. ‘Nos están invadiendo. Los norteamericanos están invadiendo Panamá”, recuerda Mario.
Los pilotos de los F117A soltaron sus bombas cerca de las barracas de la Compañía Expedicionaria y los Macho de Monte mientras los rangers bajaban en paracaídas al área.
Los estudiantes del Tomás Herrera dormían en un edificio ubicado detrás de las barracas llamado “La Rural”. “Mirabas al frente y escuchabas una bomba atrás, a un lado, a un costado, bombas, las luces, los destellos de las balas”, recordó Mario Lozada. “Éramos adolescentes y pensamos en ese momento: hasta aquí llegamos”.
Mario escuchó la detonación de una granada de fragmentación. Al voltear, vio a sus compañeros con las camisetas blancas cubiertas de sangre. “Hoy soy médico y te puedo decir que en una lesión pequeña te cortas unos vasos sanguíneos y vas a pensar que te estás desangrando, pero al final no es así. Pero en ese momento pensé que mis compañeros se estaban desangrando y muriendo”.
Entre los soldados estadounidenses había varios latinoamericanos que les dijeron en español: “Si se mueven, los matamos”. Mario, junto al resto de los estudiantes, fueron tomados prisioneros.
Uno de sus profesores, Felipe Magallón, guardaba cada semana dinero de los estudiantes para entregárselos en sus días feriados. Intentó regresar a buscar el dinero y los anillos de graduación de los pelaos, pero nunca regresó. Mario junto al resto de los estudiantes serían llevados en un avión Hércules atados de manos a una base militar en Ciudad de Panamá.
El día de la invasión había unas 400 tropas de combate apostadas en Río Hato. Los miembros de la Expedicionaria y los Macho de Monte se sobrepusieron a la sorpresa inicial y combatieron por cinco horas contra las oleadas de tropas estadounidenses. Finalmente, 250 se rindieron y entre 150 y 240 soldados huyeron al campo.
“En aquel momento había un plan de hacer como una especie de guerra de guerrillas con armas en algunos lugares”, explicó el historiador coclesano Pantaleón García. “Se decía que después iban a encontrarse allí, pero al final nadie se organizó. Hubo resistencia, pero fueron acciones individuales. Hay gente que te puede decir. por ejemplo. que se llevaron una tanqueta, pero después se quedaron solos y cuando vieron que los altos mandos se entregaron, ellos comenzaron a entregarse”, explicó.
El profesor desmintió que las tropas panameñas no hubieran ofrecido resistencia, apuntando que lo que había era una lucha desigual. Panameños con ametralladoras contra helicópteros blindados, una batalla imposible.
En la entrada de Farallón se ha construido un monumento a los caídos en la invasión. Están los nombres de tres soldados: el sargento Catalino Domínguez, el sargento Felipe Magallón, el cabo Demetrio Castillo, y dos civiles panameños: Bertín Navas y Ugonery Sarmiento. En los archivos de la Comisión 20 de Diciembre se encuentran más nombres de víctimas que han logrado ser identificadas. El número real de muertos y desaparecidos debe ser mayor, y aunque falta mucho trabajo por hacer de identificación, probablemente nunca se sepa la cifra completa.
En 2019, la comunidad de Río Hato ofreció un homenaje a los caídos en la invasión. Lanzaron flores al mar, compartieron sus historias. Luego, se juntaron en el mercado para un pequeño acto protocolar. Esa tarde, un grupo de estadounidenses se acercaba cauteloso al sitio. Eran veteranos del ejército, rangers que bajaron en el 89 y participaron de la invasión, de lo que ellos llaman Operación Causa Justa. Estaban ahí porque querían también llorar a sus muertos, los estadounidenses que cayeron en combate. Temían irrumpir en el duelo ajeno, no hablaban español y los riohateños no hablaban inglés.
Un visitante ayudó como intérprete. Explicó a la comunidad lo que querían hacer los exsoldados gringos. Lejos de ofenderse, los panameños los recibieron. El ranger pidió que le dijeran a un ex Macho de Monte lo mucho que admiraban su destreza. Pidieron perdón por las muertes. Se dieron la mano, se tomaron foto. Con el pasar de las décadas, el dolor es compartido; el odio no. El sol de Río Hato quema a todos por igual.