‘No tengo un sueño, solo quiero libertad’... viacrucis migratorio continúa
- 15/03/2025 00:00
- 14/03/2025 17:34
Más de 50 migrantes permanecen en un albergue en Las Mañanitas luego de ser expulsados por Estados Unidos, entre ellos cristianos que son perseguidos por sus creencias en sus países Sahar tiene los ojos azules como el cielo antes de que rompa el amanecer. Viste una camiseta blanca manga corta, pantalones de pijama estampados y Crocs rosadas. No quiere que la graben; no quiere que le tomen fotos. Habla un poco de inglés, pero ahora mismo escribe un mensaje utilizando el traductor de su celular para asegurarse de que yo entienda. “No estamos seguras en nuestros países. Si regresamos, nos van a encarcelar por cristianas”.
Son las 11:30 de la mañana en el albergue Fe y Alegría, ubicado en el corregimiento de Las Mañanitas. Nadie custodia la entrada ni la salida. Por el camino pasan periódicamente camionetas y pickups con cajas de comida y suministros donados por organizaciones como la Cruz Roja, Naciones Unidas o comunidades religiosas. El sol ilumina la mañana, aunque se ven nubarrones negros a la distancia. Por ahora, el gimnasio donde 57 migrantes transcontinentales expulsados contra su voluntad de Estados Unidos a Panamá esperan el almuerzo, tiene suficiente luz natural para conversar con comodidad.
Llegaron el 12 de febrero en tres vuelos. El presidente estadounidense Donald Trump vociferaba en mítines, en redes sociales y en entrevistas que el Canal de Panamá lo manejaban los chinos y que iba a retomar el control de la vía. Envió a Panamá a su secretario de Estado, Marco Rubio. Luego de la reunión entre Rubio y el presidente panameño José Raúl Mulino, Panamá anunció que recibiría migrantes de Estados Unidos y que se mejorarían las condiciones de una estación migratoria en Darién para alojarlos.
Arribaron 299. No había protocolo definido en Panamá para garantizar sus derechos (todavía no hay). Fueron puestos bajo la custodia del Servicio Nacional de Migración (SNM) y albergados en un hotel de la Ciudad de Panamá. No estaban detenidos, pero no se les permitía salir. Su libertad eran los pasillos. Medios internacionales publicaron fotos de los migrantes desde las ventanas con mensajes advirtiendo de que sus vidas corrían peligro si volvían a sus países de origen.
Luego de unos días, fueron llevados a la estación de recepción de migrantes de San Vicente, en la provincia de Darién. La mirada del mundo los siguió, pero en Darién el acceso era estrictamente controlado por el Gobierno. El Ministerio de Seguridad empezó a organizar una gira con periodistas, pero a última hora la cancelaron. Periodistas de agencias internacionales cuestionaron al presidente Mulino durante su conferencia de prensa semanal sobre la cancelación de la gira y reportes de que los migrantes no estaban teniendo acceso a abogados. Mulino dijo desconocer detalles de la situación.
“Ni siquiera les informaron que los iban a trasladar a otra provincia”, afirmó Alberto Agrazal, promotor comunitario de la organización Fe y Alegría. “No le dijeron que los albergues no tenían condiciones adecuadas, que fueron llevados a un centro donde hay gente que tiene perfiles del crimen organizado. Eso lo sabía el Ministerio de Seguridad”.
El Gobierno nacional decidió entonces traerlos de vuelta a Ciudad de Panamá, esta vez en un hotel diferente. No estaba claro hasta cuándo cubrirían los costos de hospedaje y de comida, ni exactamente quién sería responsable. Finalmente, el martes 11 de marzo fueron trasladados al albergue Fe y Alegría donde, a la fecha de esta publicación, permanecen 57.
El día que visité el albergue no había presencia de ninguna institución gubernamental; tampoco de Naciones Unidas. Los migrantes eran atendidos por voluntarios de la Red Eclesial Latinoamericana y Caribeña de Migración, Desplazamiento, Refugio y Trata de Personas (Clamor) y algunos miembros de la comunidad islámica en Panamá.
“Gracias a Dios estamos recibiendo ayuda privada de gente generosa que quiere aportar, que quiere ayudar. Están brindando las medicinas, las iglesias evangélicas nos están dando la comida, la Arquidiócesis está brindando también apoyo en comida. Nosotros estamos dando el albergue, la atención y la presencia aquí de nosotros. Es un trabajo conjunto y bastante fuerte”, compartió el promotor social Elías Cornejo.
Los migrantes se encuentran dentro de un espacioso gimnasio. Algunos descansan en colchones sobre el suelo; otros aprovechan el acceso a duchas para asearse. Grandes abanicos de pata les echan algo de fresco. Unas mesas plegables son colocadas cerca de la entrada para la hora del almuerzo. En cada mesa hay grupos distintos. En una, migrantes de Eritrea y Somalia conversan relajados. En otra, un grupo de hombres y mujeres afganos discute sobre sus próximos pasos, tomando notas y compartiendo opiniones. Dos muchachas de Nepal revisan su celular aprovechando el WiFi. Tres rusos miran recelosos a su alrededor desde unas sillas.
Me acerqué a Sahar y otra mujer, una joven de piel tostada y cabello negro azabache, en una de aquellas mesas plegables. Me contaron que provenían de Irán y de Afganistán, respectivamente, y que fueron expulsadas de Estados Unidos sin tener idea de a dónde serían enviadas, sin firmar ningún documento ni ninguna justificación oficial.
“Ellos son víctimas de una política que no se preveía, que era la de la expulsión”, apuntó Cornejo. “Esto no es deportación, esto es expulsión. Un deportado tendría que tener registro de deportación. Ellos no tienen, nadie les dijo por qué. No es legal. Pero lo hicieron. En medio de esto quedan estas personas a las que se han tratado como si no tuvieran humanidad, como si no fueran seres humanos”.
La joven afgana de cabello azabache me comparte una galleta salada y sonríe. No habla inglés ni español, pero la comida es un idioma universal.
Finalmente, llega la comida y me ofrezco a dar una mano. Mi estación de trabajo es el cooler con las bebidas, agua, jugo y leche. Los migrantes pasan primero por la estación con la comida, algunos son vegetarianos, otros no comen puerco. Cuando ya tienen su almuerzo, es mi turno de ser bartender. Las más exigentes son las mujeres africanas. La bebida predilecta de muchas es la leche con fresa, mientras que otras prefieren sabores específicos de jugo. En su mesa hay una botella roja con ají congo.
Persecución Eritrea es un pequeño país africano con una población de 5,6 millones de habitantes. Hay solo un puñado de religiones reconocidas por el Estado. La mayoría son musulmanes, cristianos ortodoxos o luteranos. En 2002, el dictador Isaias Afwerki declaró como enemigos del Estado a todas las otras denominaciones religiosas. Cientos de miles de cristianos han sido perseguidos, encarcelados y torturados desde entonces.
Abiel, de 23 años, tatuaje de cruz en el brazo derecho, es un cristiano de Eritrea. Su hermana mayor permanece encarcelada en su país a causa de su creencia religiosa. Abiel gastó 40.000 dólares para llegar hasta México y logró entrar a Estados Unidos. Expulsado y enviado a Panamá, permanece en el limbo. “No conozco Panamá, no sé nada de este lugar. No sé cuál sea mi próximo destino, solo que no puedo volver a Eritrea”, contó.
No todos los migrantes huyeron de su país por problemas religiosos. Hayayullah es un hazara, una minoría étnica en Afganistán. Con piel clara y ojos rasgados, los hazara son descendientes de Gengis Khan y los mongoles. Son musulmanes chiitas, una de las dos principales vertientes del islam. Los talibanes, que gobiernan el país desde la salida de las tropas estadounidenses en 2021, los consideran herejes. “El 50 % de la gente de Afganistán no tiene comida para comer. Tenemos mucho racismo en Afganistán. Por eso yo salí de mi país. Hay más de 200 años de racismo contra los hazara en Afganistán. Han matado al 62 % de los hazara en Afganistán, 62 %”, lamenta Hayayullah.
Luego del atentado a las Torres Gemelas en septiembre de 2001, Estados Unidos lanzó una intervención militar en Afganistán contra los talibanes. Por 20 años mantuvieron una ocupación militar en el país, que culminó en 2021 de forma caótica, con aviones llenos al tope y personas corriendo desesperadas en la pista tratando de alcanzar aeronaves. No tomó ni una semana para que los talibanes retomaran el control del país.
Mientras estaban los estadounidenses, Hayayullah trabajaba ayudando a refugiados y participaba en la Comisión de Elecciones. Después de 2021, volvió a ser un blanco de persecución y decidió huir. Finalmente llegó a Estados Unidos, el país que había prometido democracia para Afganistán. “Ellos no hablaron nada, no preguntaron nada sobre asilo. Después de cuatro o cinco días, nos enviaron a Panamá y nosotros ni sabíamos adónde íbamos”, cuenta.
Él no viajó persiguiendo el “sueño americano”; su meta es algo más fundamental. “¿Sueño? No, yo solo estaba buscando libertad. Eso es todo lo que quiero”.
Sahar tiene los ojos azules como el cielo antes de que rompa el amanecer. Viste una camiseta blanca manga corta, pantalones de pijama estampados y Crocs rosadas. No quiere que la graben; no quiere que le tomen fotos. Habla un poco de inglés, pero ahora mismo escribe un mensaje utilizando el traductor de su celular para asegurarse de que yo entienda. “No estamos seguras en nuestros países. Si regresamos, nos van a encarcelar por cristianas”.
Son las 11:30 de la mañana en el albergue Fe y Alegría, ubicado en el corregimiento de Las Mañanitas. Nadie custodia la entrada ni la salida. Por el camino pasan periódicamente camionetas y pickups con cajas de comida y suministros donados por organizaciones como la Cruz Roja, Naciones Unidas o comunidades religiosas. El sol ilumina la mañana, aunque se ven nubarrones negros a la distancia. Por ahora, el gimnasio donde 57 migrantes transcontinentales expulsados contra su voluntad de Estados Unidos a Panamá esperan el almuerzo, tiene suficiente luz natural para conversar con comodidad.
Llegaron el 12 de febrero en tres vuelos. El presidente estadounidense Donald Trump vociferaba en mítines, en redes sociales y en entrevistas que el Canal de Panamá lo manejaban los chinos y que iba a retomar el control de la vía. Envió a Panamá a su secretario de Estado, Marco Rubio. Luego de la reunión entre Rubio y el presidente panameño José Raúl Mulino, Panamá anunció que recibiría migrantes de Estados Unidos y que se mejorarían las condiciones de una estación migratoria en Darién para alojarlos.
Arribaron 299. No había protocolo definido en Panamá para garantizar sus derechos (todavía no hay). Fueron puestos bajo la custodia del Servicio Nacional de Migración (SNM) y albergados en un hotel de la Ciudad de Panamá. No estaban detenidos, pero no se les permitía salir. Su libertad eran los pasillos. Medios internacionales publicaron fotos de los migrantes desde las ventanas con mensajes advirtiendo de que sus vidas corrían peligro si volvían a sus países de origen.
Luego de unos días, fueron llevados a la estación de recepción de migrantes de San Vicente, en la provincia de Darién. La mirada del mundo los siguió, pero en Darién el acceso era estrictamente controlado por el Gobierno. El Ministerio de Seguridad empezó a organizar una gira con periodistas, pero a última hora la cancelaron. Periodistas de agencias internacionales cuestionaron al presidente Mulino durante su conferencia de prensa semanal sobre la cancelación de la gira y reportes de que los migrantes no estaban teniendo acceso a abogados. Mulino dijo desconocer detalles de la situación.
“Ni siquiera les informaron que los iban a trasladar a otra provincia”, afirmó Alberto Agrazal, promotor comunitario de la organización Fe y Alegría. “No le dijeron que los albergues no tenían condiciones adecuadas, que fueron llevados a un centro donde hay gente que tiene perfiles del crimen organizado. Eso lo sabía el Ministerio de Seguridad”.
El Gobierno nacional decidió entonces traerlos de vuelta a Ciudad de Panamá, esta vez en un hotel diferente. No estaba claro hasta cuándo cubrirían los costos de hospedaje y de comida, ni exactamente quién sería responsable. Finalmente, el martes 11 de marzo fueron trasladados al albergue Fe y Alegría donde, a la fecha de esta publicación, permanecen 57.
El día que visité el albergue no había presencia de ninguna institución gubernamental; tampoco de Naciones Unidas. Los migrantes eran atendidos por voluntarios de la Red Eclesial Latinoamericana y Caribeña de Migración, Desplazamiento, Refugio y Trata de Personas (Clamor) y algunos miembros de la comunidad islámica en Panamá.
“Gracias a Dios estamos recibiendo ayuda privada de gente generosa que quiere aportar, que quiere ayudar. Están brindando las medicinas, las iglesias evangélicas nos están dando la comida, la Arquidiócesis está brindando también apoyo en comida. Nosotros estamos dando el albergue, la atención y la presencia aquí de nosotros. Es un trabajo conjunto y bastante fuerte”, compartió el promotor social Elías Cornejo.
Los migrantes se encuentran dentro de un espacioso gimnasio. Algunos descansan en colchones sobre el suelo; otros aprovechan el acceso a duchas para asearse. Grandes abanicos de pata les echan algo de fresco. Unas mesas plegables son colocadas cerca de la entrada para la hora del almuerzo. En cada mesa hay grupos distintos. En una, migrantes de Eritrea y Somalia conversan relajados. En otra, un grupo de hombres y mujeres afganos discute sobre sus próximos pasos, tomando notas y compartiendo opiniones. Dos muchachas de Nepal revisan su celular aprovechando el WiFi. Tres rusos miran recelosos a su alrededor desde unas sillas.
Me acerqué a Sahar y otra mujer, una joven de piel tostada y cabello negro azabache, en una de aquellas mesas plegables. Me contaron que provenían de Irán y de Afganistán, respectivamente, y que fueron expulsadas de Estados Unidos sin tener idea de a dónde serían enviadas, sin firmar ningún documento ni ninguna justificación oficial.
“Ellos son víctimas de una política que no se preveía, que era la de la expulsión”, apuntó Cornejo. “Esto no es deportación, esto es expulsión. Un deportado tendría que tener registro de deportación. Ellos no tienen, nadie les dijo por qué. No es legal. Pero lo hicieron. En medio de esto quedan estas personas a las que se han tratado como si no tuvieran humanidad, como si no fueran seres humanos”.
La joven afgana de cabello azabache me comparte una galleta salada y sonríe. No habla inglés ni español, pero la comida es un idioma universal.
Finalmente, llega la comida y me ofrezco a dar una mano. Mi estación de trabajo es el cooler con las bebidas, agua, jugo y leche. Los migrantes pasan primero por la estación con la comida, algunos son vegetarianos, otros no comen puerco. Cuando ya tienen su almuerzo, es mi turno de ser bartender. Las más exigentes son las mujeres africanas. La bebida predilecta de muchas es la leche con fresa, mientras que otras prefieren sabores específicos de jugo. En su mesa hay una botella roja con ají congo.
Eritrea es un pequeño país africano con una población de 5,6 millones de habitantes. Hay solo un puñado de religiones reconocidas por el Estado. La mayoría son musulmanes, cristianos ortodoxos o luteranos. En 2002, el dictador Isaias Afwerki declaró como enemigos del Estado a todas las otras denominaciones religiosas. Cientos de miles de cristianos han sido perseguidos, encarcelados y torturados desde entonces.
Abiel, de 23 años, tatuaje de cruz en el brazo derecho, es un cristiano de Eritrea. Su hermana mayor permanece encarcelada en su país a causa de su creencia religiosa. Abiel gastó 40.000 dólares para llegar hasta México y logró entrar a Estados Unidos. Expulsado y enviado a Panamá, permanece en el limbo. “No conozco Panamá, no sé nada de este lugar. No sé cuál sea mi próximo destino, solo que no puedo volver a Eritrea”, contó.
No todos los migrantes huyeron de su país por problemas religiosos. Hayayullah es un hazara, una minoría étnica en Afganistán. Con piel clara y ojos rasgados, los hazara son descendientes de Gengis Khan y los mongoles. Son musulmanes chiitas, una de las dos principales vertientes del islam. Los talibanes, que gobiernan el país desde la salida de las tropas estadounidenses en 2021, los consideran herejes. “El 50 % de la gente de Afganistán no tiene comida para comer. Tenemos mucho racismo en Afganistán. Por eso yo salí de mi país. Hay más de 200 años de racismo contra los hazara en Afganistán. Han matado al 62 % de los hazara en Afganistán, 62 %”, lamenta Hayayullah.
Luego del atentado a las Torres Gemelas en septiembre de 2001, Estados Unidos lanzó una intervención militar en Afganistán contra los talibanes. Por 20 años mantuvieron una ocupación militar en el país, que culminó en 2021 de forma caótica, con aviones llenos al tope y personas corriendo desesperadas en la pista tratando de alcanzar aeronaves. No tomó ni una semana para que los talibanes retomaran el control del país.
Mientras estaban los estadounidenses, Hayayullah trabajaba ayudando a refugiados y participaba en la Comisión de Elecciones. Después de 2021, volvió a ser un blanco de persecución y decidió huir. Finalmente llegó a Estados Unidos, el país que había prometido democracia para Afganistán. “Ellos no hablaron nada, no preguntaron nada sobre asilo. Después de cuatro o cinco días, nos enviaron a Panamá y nosotros ni sabíamos adónde íbamos”, cuenta.
Él no viajó persiguiendo el “sueño americano”; su meta es algo más fundamental. “¿Sueño? No, yo solo estaba buscando libertad. Eso es todo lo que quiero”.