El centenario y su tiempo
- 16/11/2024 00:00
- 15/11/2024 17:22
Reflexión sobre la historia de Panamá y su lucha por la soberanía tras el Tratado Hay-Bunau Varilla El tiempo es una interminable corriente que se desliza sin pausas. Es lo inexorable. El hombre atendiendo los fenómenos de la naturaleza, inventó el calendario y fraccionó la corriente milenaria en siglos, años, meses, días, horas y segundos. El tiempo adquirió su perfil y el hombre se convirtió en su prisionero.
Todo ha respondido al ingenioso modo de ajustar la vida cotidiana a los ciclos emanados del entorno. El caminar del sol y de la luna siempre estuvo bajo la lupa de la observación humana. Era todo tan portentoso para los ojos niños de la criatura terrestre, era tan inexplicable cada fenómeno, y también era tal la inmadurez del pensamiento que aquellos astros eran las primeras divinidades. El dios sol con sus rotaciones enigmáticas y la luna con sus encantamientos psíquicos y germinales regían todos los misterios de la vida. A cambio de otra argumentación, el sol no podía dejar de ser el dios del universo. Aquel inmenso anillo de fuego que iluminaba todo el firmamento visible, postraba al hombre en actitud de adoración.
La leyenda cuenta que, en el Perú legendario, como lo he escrito aquí algunas veces, se tenía al sol como el gran dios hasta que llegó al mando un inca, Pachacutec, transformador que entregó sus razonamientos a los súbditos del imperio: el sol, dijo, no puede ser nuestro dios porque él no tiene libertad o poder para caminar a su antojo por todas las rutas del cielo. Esto significa que otro ser más poderoso determina su conducta. A partir de ese momento el dios sol fue derrocado. Quedaron para la posterioridad, sin embargo, algunos signos que no dejan de ser muy divinos por el poder que simbolizan: aún la moneda se llama el Sol, la máxima condecoración de reconocimiento oficial se denomina El Sol. La divinidad del poder económico y la divinidad de la fantasía.
En aquel viejo Perú, a su vez, la muerte encontró su rango en la eternidad. En el antiguo Perú el tiempo no se ocupaba de ella. La muerte no era un trance definitivo que interrumpía el ciclo de la vida. Entonces, todos los que morían resucitaban al quinto día. Una joven escritora peruana lo explicó recientemente en la televisión española. Lamentablemente, no pude registrar su nombre. Ella se dedicaba con tesón y talento a coleccionar cuentos populares contados por los pobres. Un indígena contó lo que ocurría con la vida en la edad temprana peruana. Se moría alguien que tenía que morir, pero al quinto día resucitaba. Todo era un morir y un resucitar. Cuando ocurría un deceso, al quinto día el pueblo se congregaba en la plaza principal y hacía una gran fiesta, con mucha comida, con toda la comida del pueblo para recibir al que retornaba. La muerte era un paseo divertido, no era el final de la existencia. A la muerte no se le temía, se le quería. Epicuro, sin duda, fundó su teoría sobre la muerte en estas concepciones primitivas del hombre.
Un día todo el pueblo se reunió para recibir al resucitado de turno, pero todo el día transcurrió y la ansiedad fue mortificada por la ausencia. La mujer del esperado comenzó a temer y a dudar. ¿Se habrá quedado en el camino con otra? La maldita duda se apoderó de su espíritu y su espíritu enardecía. Al día siguiente, cuando aún todo el pueblo lo esperaba, llegó el resucitado con signos de la consabida fatiga.
La mujer no dudó de las travesuras temidas y lanzó una piedra al corazón del marido, y al ser golpeado, el resucitado se fue achicando, achicando, hasta convertirse en un pajarito y el pajarito se fue volando, volando, volando hasta que desapareció para siempre.
Entonces la muerte dejó de ser transitoria, de cosa de cinco días, para convertirse en perpetua. Así nació la eternidad en el tiempo de la muerte y así entendieron aquellos originarios de América por qué en el tiempo hay un límite entre la vida y la muerte. Se entendió igualmente que la muerte está vinculada a la violencia humana, a la violencia intrafamiliar, mala costumbre que no muere entre los seres humanos o entre ciertos políticos de estirpe canibalesca.
Ahora hemos llegado a una nueva fecha, muy clásica, que registra el calendario de la nacionalidad. A pesar de la pedrada que le dieron a la República hace 100 años con el Tratado Hay-Bunau Varilla, este país nuestro no dejó de resucitar continuamente y este año llega a su primer centenario como Estado independiente; su pueblo cumplió la hazaña de comprobar que fue el inca supremo de su propia transformación, de la dependencia a la soberanía, y que el Tío Sam no podía ser el dios sol de esta nación porque existía otro dios, el de la justicia, que perseveró durante una centuria para que se le reconociera a los panameños su derecho a caminar por todas la rutas del territorio nacional como único dueño y señor de la patria.
En el año del centenario debemos ser solidarios con todo lo que nos identifica como nación, y el próximo 3 de noviembre debemos congregarnos en todas las plazas del país como los peruanos antiguos, a esperar la mágica resurrección de todos los que lucharon por el engrandecimiento nacional, y en ese momento de la reconciliación y gratitud debemos reiterar el compromiso de los buenos panameños de luchar; sin pausa, como la corriente del tiempo, por un Panamá más solidario, más justo y más democrático.
Sería el homenaje que el pueblo rendiría a la patria y se rendiría a sí mismo, porque si la violencia, política y social, lanza sus piedras sobre el corazón de la patria, la democracia saldría volando, despavorida, tal vez para nunca más volver. La leyenda peruana se repetiría devorando los mejores sueños de una democracia eterna, del pueblo decente del país.
El tiempo es una interminable corriente que se desliza sin pausas. Es lo inexorable. El hombre atendiendo los fenómenos de la naturaleza, inventó el calendario y fraccionó la corriente milenaria en siglos, años, meses, días, horas y segundos. El tiempo adquirió su perfil y el hombre se convirtió en su prisionero.
Todo ha respondido al ingenioso modo de ajustar la vida cotidiana a los ciclos emanados del entorno. El caminar del sol y de la luna siempre estuvo bajo la lupa de la observación humana. Era todo tan portentoso para los ojos niños de la criatura terrestre, era tan inexplicable cada fenómeno, y también era tal la inmadurez del pensamiento que aquellos astros eran las primeras divinidades. El dios sol con sus rotaciones enigmáticas y la luna con sus encantamientos psíquicos y germinales regían todos los misterios de la vida. A cambio de otra argumentación, el sol no podía dejar de ser el dios del universo. Aquel inmenso anillo de fuego que iluminaba todo el firmamento visible, postraba al hombre en actitud de adoración.
La leyenda cuenta que, en el Perú legendario, como lo he escrito aquí algunas veces, se tenía al sol como el gran dios hasta que llegó al mando un inca, Pachacutec, transformador que entregó sus razonamientos a los súbditos del imperio: el sol, dijo, no puede ser nuestro dios porque él no tiene libertad o poder para caminar a su antojo por todas las rutas del cielo. Esto significa que otro ser más poderoso determina su conducta. A partir de ese momento el dios sol fue derrocado. Quedaron para la posterioridad, sin embargo, algunos signos que no dejan de ser muy divinos por el poder que simbolizan: aún la moneda se llama el Sol, la máxima condecoración de reconocimiento oficial se denomina El Sol. La divinidad del poder económico y la divinidad de la fantasía.
En aquel viejo Perú, a su vez, la muerte encontró su rango en la eternidad. En el antiguo Perú el tiempo no se ocupaba de ella. La muerte no era un trance definitivo que interrumpía el ciclo de la vida. Entonces, todos los que morían resucitaban al quinto día. Una joven escritora peruana lo explicó recientemente en la televisión española. Lamentablemente, no pude registrar su nombre. Ella se dedicaba con tesón y talento a coleccionar cuentos populares contados por los pobres. Un indígena contó lo que ocurría con la vida en la edad temprana peruana. Se moría alguien que tenía que morir, pero al quinto día resucitaba. Todo era un morir y un resucitar. Cuando ocurría un deceso, al quinto día el pueblo se congregaba en la plaza principal y hacía una gran fiesta, con mucha comida, con toda la comida del pueblo para recibir al que retornaba. La muerte era un paseo divertido, no era el final de la existencia. A la muerte no se le temía, se le quería. Epicuro, sin duda, fundó su teoría sobre la muerte en estas concepciones primitivas del hombre.
Un día todo el pueblo se reunió para recibir al resucitado de turno, pero todo el día transcurrió y la ansiedad fue mortificada por la ausencia. La mujer del esperado comenzó a temer y a dudar. ¿Se habrá quedado en el camino con otra? La maldita duda se apoderó de su espíritu y su espíritu enardecía. Al día siguiente, cuando aún todo el pueblo lo esperaba, llegó el resucitado con signos de la consabida fatiga.
La mujer no dudó de las travesuras temidas y lanzó una piedra al corazón del marido, y al ser golpeado, el resucitado se fue achicando, achicando, hasta convertirse en un pajarito y el pajarito se fue volando, volando, volando hasta que desapareció para siempre.
Entonces la muerte dejó de ser transitoria, de cosa de cinco días, para convertirse en perpetua. Así nació la eternidad en el tiempo de la muerte y así entendieron aquellos originarios de América por qué en el tiempo hay un límite entre la vida y la muerte. Se entendió igualmente que la muerte está vinculada a la violencia humana, a la violencia intrafamiliar, mala costumbre que no muere entre los seres humanos o entre ciertos políticos de estirpe canibalesca.
Ahora hemos llegado a una nueva fecha, muy clásica, que registra el calendario de la nacionalidad. A pesar de la pedrada que le dieron a la República hace 100 años con el Tratado Hay-Bunau Varilla, este país nuestro no dejó de resucitar continuamente y este año llega a su primer centenario como Estado independiente; su pueblo cumplió la hazaña de comprobar que fue el inca supremo de su propia transformación, de la dependencia a la soberanía, y que el Tío Sam no podía ser el dios sol de esta nación porque existía otro dios, el de la justicia, que perseveró durante una centuria para que se le reconociera a los panameños su derecho a caminar por todas la rutas del territorio nacional como único dueño y señor de la patria.
En el año del centenario debemos ser solidarios con todo lo que nos identifica como nación, y el próximo 3 de noviembre debemos congregarnos en todas las plazas del país como los peruanos antiguos, a esperar la mágica resurrección de todos los que lucharon por el engrandecimiento nacional, y en ese momento de la reconciliación y gratitud debemos reiterar el compromiso de los buenos panameños de luchar; sin pausa, como la corriente del tiempo, por un Panamá más solidario, más justo y más democrático.
Sería el homenaje que el pueblo rendiría a la patria y se rendiría a sí mismo, porque si la violencia, política y social, lanza sus piedras sobre el corazón de la patria, la democracia saldría volando, despavorida, tal vez para nunca más volver. La leyenda peruana se repetiría devorando los mejores sueños de una democracia eterna, del pueblo decente del país.