Salud, seguridad social y asistencia social
- 28/08/2024 23:00
- 28/08/2024 11:24
En materia de salud, seguridad social y asistencia social, el Estado, entiéndanse por este, los sucesivos gobiernos, han fallado, pues han estado lejos de cumplir los mandatos constitucionales. Aparte de que los presupuestos nunca han estado acordes con las responsabilidades que la Constitución impone al Estado, la administración de esos recursos ha estado plagada de infiltraciones políticas [...] El título reproduce, letra por letra, mayúsculas incluidas, el del Capítulo 6º, del Título III, de la Constitución, dedicado a “Los Derechos y Deberes Individuales y Sociales.” Y lo cito porque, como he manifestado en más de una ocasión, muchos de los problemas que confronta la sociedad panameña se deben al reiterado incumplimiento de quienes, cuando asumen los cargos públicos, juran “a Dios y a la Patria cumplir fielmente la Constitución y las leyes de la República”.
Hace tan solo un par de semanas llamaba la atención sobre el hecho, que es una realidad incontrastable, de que la crisis de las finanzas públicas que hoy sacude a la nación y es denunciada, aunque no suficientemente explicada por el nuevo gobierno, tiene fundamento en haberse ignorado, reiteradamente, las más de las veces sin claras justificaciones y con pretextos acomodaticios, los claros mandatos del capítulo constitucional, que en los artículos del 267 al 278, regula el Presupuesto General del Estado.
En materia de salud, seguridad social y asistencia social, el Estado, entiéndanse por este, los sucesivos gobiernos, han fallado, pues han estado lejos de cumplir los mandatos constitucionales. Aparte de que los presupuestos nunca han estado acordes con las responsabilidades que la Constitución impone al Estado, la administración de esos recursos ha estado plagada de infiltraciones políticas, de manejos de dudosa transparencia y de grandes dosis de irresponsabilidad, tanto en las áreas bajo la responsabilidad del Ministerio de Salud, como en las que administra la seguridad social, es decir, la Caja de Seguro Social.
En los prólogos de una nueva administración, cuando han aflorado, acumuladas, las carencias en atención de salud, la falta de medicamentos y la galopante crisis del sistema de pensiones, no son pocas las voces que ofrecen ideas y propuestas o que toman posiciones que van a la filosofía de los sistemas de salud y de seguridad social, tanto del público general como del segregado en el ámbito de la seguridad social.
En ese orden, no son nuevas las manifestaciones que promueven desde la integración de los servicios de salud y de la seguridad social, como las que abanican tendencias privatizadoras dentro de esta última. La existencia, que es real, de esas tendencias encontradas, hace necesario deslindar, como asunto prioritario y esencial, si nos orientaremos hacia las tendencias individualistas o si prevalecerá el concepto solidario que marcan las normas constitucionales.
Como han registrado los medios profusamente, importantes grupos de presión, tales como los empresariales o los sindicales, han venido haciendo promoción de sus aspiraciones que, básicamente, se alinean en uno de los sentidos indicados. El gobierno, por su parte, ha dado indicios de su disposición a fomentar el diálogo y la búsqueda de consensos, pero, hasta ahora, aparte de pronunciarse en contra de “la privatización” de la Caja de Seguro Social, poco más ha dicho que pueda registrarse como un señalamiento de la ruta que finalmente seguirá.
Su esperanza parece ser que los grupos consultados, entre los que, por cierto, no se ha incluido al sector que transita por la mayor incertidumbre, que es el de los más de 300,000 jubilados y pensionados, puedan llegar a un acuerdo consensuado que pavimente el camino de las soluciones definitivas. Sin embargo, que esa posibilidad pueda materializarse durante el cronograma anunciado por el presidente Mulino, por ahora, parece bastante incierta.
Y la razón esencial es que para que pueda vislumbrarse luz al final del túnel, primero se requiere dilucidar cuál será la naturaleza de los servicios de salud, de la seguridad social y de la asistencia social, lo que en el fondo equivale a decidir entre mantener y respetar los conceptos que sustentan las normas constitucionales antes citadas, o a dar paso a alternativas que, aparte de estar el margen del texto constitucional, impondrían una nueva filosofía expresamente opuesta.
El autor es abogado
El título reproduce, letra por letra, mayúsculas incluidas, el del Capítulo 6º, del Título III, de la Constitución, dedicado a “Los Derechos y Deberes Individuales y Sociales.” Y lo cito porque, como he manifestado en más de una ocasión, muchos de los problemas que confronta la sociedad panameña se deben al reiterado incumplimiento de quienes, cuando asumen los cargos públicos, juran “a Dios y a la Patria cumplir fielmente la Constitución y las leyes de la República”.
Hace tan solo un par de semanas llamaba la atención sobre el hecho, que es una realidad incontrastable, de que la crisis de las finanzas públicas que hoy sacude a la nación y es denunciada, aunque no suficientemente explicada por el nuevo gobierno, tiene fundamento en haberse ignorado, reiteradamente, las más de las veces sin claras justificaciones y con pretextos acomodaticios, los claros mandatos del capítulo constitucional, que en los artículos del 267 al 278, regula el Presupuesto General del Estado.
En materia de salud, seguridad social y asistencia social, el Estado, entiéndanse por este, los sucesivos gobiernos, han fallado, pues han estado lejos de cumplir los mandatos constitucionales. Aparte de que los presupuestos nunca han estado acordes con las responsabilidades que la Constitución impone al Estado, la administración de esos recursos ha estado plagada de infiltraciones políticas, de manejos de dudosa transparencia y de grandes dosis de irresponsabilidad, tanto en las áreas bajo la responsabilidad del Ministerio de Salud, como en las que administra la seguridad social, es decir, la Caja de Seguro Social.
En los prólogos de una nueva administración, cuando han aflorado, acumuladas, las carencias en atención de salud, la falta de medicamentos y la galopante crisis del sistema de pensiones, no son pocas las voces que ofrecen ideas y propuestas o que toman posiciones que van a la filosofía de los sistemas de salud y de seguridad social, tanto del público general como del segregado en el ámbito de la seguridad social.
En ese orden, no son nuevas las manifestaciones que promueven desde la integración de los servicios de salud y de la seguridad social, como las que abanican tendencias privatizadoras dentro de esta última. La existencia, que es real, de esas tendencias encontradas, hace necesario deslindar, como asunto prioritario y esencial, si nos orientaremos hacia las tendencias individualistas o si prevalecerá el concepto solidario que marcan las normas constitucionales.
Como han registrado los medios profusamente, importantes grupos de presión, tales como los empresariales o los sindicales, han venido haciendo promoción de sus aspiraciones que, básicamente, se alinean en uno de los sentidos indicados. El gobierno, por su parte, ha dado indicios de su disposición a fomentar el diálogo y la búsqueda de consensos, pero, hasta ahora, aparte de pronunciarse en contra de “la privatización” de la Caja de Seguro Social, poco más ha dicho que pueda registrarse como un señalamiento de la ruta que finalmente seguirá.
Su esperanza parece ser que los grupos consultados, entre los que, por cierto, no se ha incluido al sector que transita por la mayor incertidumbre, que es el de los más de 300,000 jubilados y pensionados, puedan llegar a un acuerdo consensuado que pavimente el camino de las soluciones definitivas. Sin embargo, que esa posibilidad pueda materializarse durante el cronograma anunciado por el presidente Mulino, por ahora, parece bastante incierta.
Y la razón esencial es que para que pueda vislumbrarse luz al final del túnel, primero se requiere dilucidar cuál será la naturaleza de los servicios de salud, de la seguridad social y de la asistencia social, lo que en el fondo equivale a decidir entre mantener y respetar los conceptos que sustentan las normas constitucionales antes citadas, o a dar paso a alternativas que, aparte de estar el margen del texto constitucional, impondrían una nueva filosofía expresamente opuesta.