Retazos de la memoria
- 15/01/2025 00:00
- 14/01/2025 19:16
El verano apenas empezaba y los compromisos para terminar el año lectivo en esos primeros días de enero mantenían ocupadas las mentes, sobre todo de quienes terminábamos el primer ciclo. Unos trabajos con la profesora Almillátegui condicionaban el paso hacia el bachillerato, pero recién habían sido entregados esa tarde y regresamos a casa para empezar las vacaciones.
Algunos ruidos y cierta intranquilidad crearon un ambiente de zozobra en los alrededores del vecindario. Me dio por salir del apartamento y bajar hacia la avenida Nacional, porque al parecer, algo pasaba del lado de la Zona del Canal. Al mirar desde la calle P hacia el área de la lavandería (actual sede de la Dirección de Investigación Judicial, DIJ), vi tanques y soldados estadounidenses en arreos de combate que cerraban el paso.
Algún evento inusitado ocurría para que esos militares hubieran obstruido la entrada al territorio adyacente a la ciudad y donde estaban concentradas las bases y comunidades civiles de quienes vivían o trabajaban en el territorio “zoneíta”. Pronto nos enteramos en el edificio de la gravedad de los acontecimientos: unos estudiantes del Instituto Nacional habían sido atacados por la gente que estaba afuera de la Escuela de Balboa, al intentar izar la bandera nacional a un costado del Edificio de la Administración. Estados Unidos y Panamá habían acordado que las banderas de ambos países ondearan juntas, pero la población estadounidense local se oponía.
El desencanto de los estudiantes y la sensación de abatimiento con la ruptura de la bandera habían encendido a los panameños y dieron inicio a las hostilidades. Las piedras lanzadas sobre la cerca que dividía a la ciudad del área de la Zona, fueron contestadas con balas de fusil de unidades acantonadas en el hotel Tívoli (sitio del Instituto Smithsonian en la actualidad).
La situación de violencia y los primeros heridos y afectados por las circunstancias de caos en la ciudad, motivaron al jefe de la tropa de scouts, del grupo 6 de la iglesia de San Miguel, a convocarnos a los miembros para prestar servicios ante la calamidad. Nos asignaron en el área circundante al hospital Santo Tomás. Nos desplegamos para atender el tránsito en las calles de acceso y afuera del área de urgencia, donde entraban vehículos con los afectados.
El ulular de las sirenas, el chirrido de los neumáticos y el golpe de los frenos en el edificio de Urgencias creaban una sensación de pánico, que empezó a apoderarse de la gente agolpada frente a esas instalaciones de salud. Nosotros, que alcanzábamos edades entre los 14 y 16 años, tuvimos que hacer esfuerzos para tratar de mantener el orden de quienes gritaban, lloraban y clamaban justicia por las víctimas.
Algunas camillas con cuerpos totalmente cubiertos por sábanas ensangrentadas eran conducidas hacia el edificio de la Morgue, dos calles más allá del lugar de primera atención. Esos camastros rodantes también llevaban a otros hacia las salas del hospital, según el nivel de gravedad. Además, se utilizaban las sillas de ruedas para transportar a heridos de menor riesgo.
Hubo recuentos de cada situación. Pocos de los compañeros pudieron entrar al edificio de la Morgue y narraban sobre lo que vieron: “...los cuerpos estaban apilados en el suelo...” “...había unas camillas que tenían los cadáveres...” “...se pudo ver los restos quemados de quienes venían del edificio incendiado de la Pan American...” “... algunos muertos estaban irreconocibles por las perforaciones...” “... el olor era intenso e inaguantable...”.
A pesar del clima dantesco que se vivía con la emergencia en el hospital, pudimos trabajar para que todo fluyera. Adolescentes éramos todos los del grupo y tuvimos que pelear con conductores que querían entrar con sus vehículos por cualquier calle alrededor del lugar de las atenciones y, poco a poco, hubo que lidiar con el dolor, el pánico y los gritos de impotencia. Son retazos que guarda la memoria 61 años después.