PolitiqueArte. L’Umana Fragilità
- 05/07/2024 23:00
- 04/07/2024 09:11
Nos gastamos la vida en nimiedades y consolaciones, viendo pasar los segundos a nuestro alrededor, dejando escapar, perdiendo la vida en momentos vacuos e insípidos En una de las tardes que estuve perdido recorriendo las calles de Cambridge, caminando entre las callejuelas y callejones que se esconden dentro de la ciudad universitaria inglesa, me encontré con parques y jardines, colegios y capillas. La pequeña población sobre el río Cam crece a lo ancho, así lo ha hecho toda la vida. Lo que antes no era más que un campo verde rebosante de vida se ha tornado en una ajetreada urbe donde los excesos típicos de la juventud se sienten a flor de piel. La cultura, la idiosincrasia, la humana manera de llevar el tiempo se reflejan en las protestas, las alegrías, las tristezas y los turistas. Unos gritan, otros se acuestan en la suave grama de los parques y otros, como yo, solo observan las respiraciones de una sociedad perdida entre los meadows.
A pesar de todo, Cambridge no es una ciudad de bullicio y movimiento, se aleja de las metrópolis como Londres, pero tampoco llega a ser un hoyo apático y cansado, esos sitios donde la alegría se sienta a morir. Cambridge parece haber encontrado el equilibrio entre la paz y el caos, entre la serenidad y el descontrol. Durante los días de semana, la rutina diaria de los cantabrigenses se va formando a lo largo del día y termina por completarse al regresar a una casa idéntica a la de su vecino. La vida es sencilla, para los estudiantes y para los locales, de lunes a viernes, de sol a sol, se trabaja de manera estricta, al caer la noche, la cerveza y la cháchara aflojan las fuertes cadenas del deber. El inglés, así como el americano en esta parte del océano, viven para trabajar y solo disfrutan de la vida cuando se les permite parar, ya sea física o mentalmente.
Las calles de Cambridge parecen llevarte siempre al mismo lugar, The Hill, que no lleva ese nombre por ser una colina, sino por ser un descampado - cosas de ingleses -. En The Hill, podemos hallar el college más famoso de la ciudad, ese del que salen todas las fotos que podemos encontrar en la red, The King’s College. Una impresionante arquitectura que te deja sin aire, solo para devolverlo con cada imagen que te regala. Pero si lo dejas atrás, si no te pierdes en su embrujo y logras seguir tu camino por la avenida, te encontrarás con el museo Fitzwilliam.
Un mastodonte que te invita a atravesar su pórtico, caminar entre sus columnas y pasar a su recibidor. El museo, catalogado como “el mejor museo pequeño de Europa”, es de las joyas mejor escondidas de la ciudad. Millones habrán caminado por sus calles, absortos por los rincones de historia que recoge la ciudad, sin percatarse siquiera de la existencia de este lugar. Dentro, se encuentran algunas de las obras más importantes de la historia humana, Botticelli, Monet, El Greco o Blake son algunos de los nombres que recogen las paredes del Fitzwilliam, pero de ninguno de ellos vamos a hablar hoy. Entre su colección de pinturas, una destaca por la aspereza de su mensaje. “La fragilidad humana”, cuadro pintado en 1657 por Salvator Rosa, que nos relata los acontecimientos de su época detrás del cristal de la nuestra.
Sumergidos en un caldo de banalidades y alegrías embotelladas, aparece Rosa, sobreviviente de la peste de 1656, con un cuadro oscuro y amargo. Entristecido y adolorido, el pintor napolitano bombardea un lienzo con mensajes. Un esqueleto alado se alza sobre una madre y su hijo. El infante es obligado a escribir “Conceptio Culpa, Nasci Pena, Labor Vita, Necesse Mori (La concepción es un pecado, el nacimiento es dolor, la vida es trabajo, la muerte una necesidad)”. Al fondo, las mariposas revolotean, las flores marcan las luces del cuadro, un niño juega con burbujas y el otro prende fuego dentro de un caldero; todas son imágenes de la brevedad de la vida. Un Memento Mori, un recordatorio más de la rapidez con la que nuestro tiempo se acaba. Nos gastamos la vida en nimiedades y consolaciones, viendo pasar los segundos a nuestro alrededor, dejando escapar, perdiendo la vida en momentos vacuos e insípidos. Nuestro tiempo, así como los días en los que Salvatore Rosa pintó el cuadro, son consecuciones de guerras y pestes que parecen arrancar el valor de la vida humana y convertirnos, otra vez, en números. Esta pintura, más que un desahogo por la impotencia frente a la tragedia, parece un recuerdo misericordioso, un suspiro de alivio. La imagen que nos demuestra, dura y áspera, sirve para recordarnos el valor del tiempo que tenemos y alegrarnos por el que nos falta.
El autor es escritor
En una de las tardes que estuve perdido recorriendo las calles de Cambridge, caminando entre las callejuelas y callejones que se esconden dentro de la ciudad universitaria inglesa, me encontré con parques y jardines, colegios y capillas. La pequeña población sobre el río Cam crece a lo ancho, así lo ha hecho toda la vida. Lo que antes no era más que un campo verde rebosante de vida se ha tornado en una ajetreada urbe donde los excesos típicos de la juventud se sienten a flor de piel. La cultura, la idiosincrasia, la humana manera de llevar el tiempo se reflejan en las protestas, las alegrías, las tristezas y los turistas. Unos gritan, otros se acuestan en la suave grama de los parques y otros, como yo, solo observan las respiraciones de una sociedad perdida entre los meadows.
A pesar de todo, Cambridge no es una ciudad de bullicio y movimiento, se aleja de las metrópolis como Londres, pero tampoco llega a ser un hoyo apático y cansado, esos sitios donde la alegría se sienta a morir. Cambridge parece haber encontrado el equilibrio entre la paz y el caos, entre la serenidad y el descontrol. Durante los días de semana, la rutina diaria de los cantabrigenses se va formando a lo largo del día y termina por completarse al regresar a una casa idéntica a la de su vecino. La vida es sencilla, para los estudiantes y para los locales, de lunes a viernes, de sol a sol, se trabaja de manera estricta, al caer la noche, la cerveza y la cháchara aflojan las fuertes cadenas del deber. El inglés, así como el americano en esta parte del océano, viven para trabajar y solo disfrutan de la vida cuando se les permite parar, ya sea física o mentalmente.
Las calles de Cambridge parecen llevarte siempre al mismo lugar, The Hill, que no lleva ese nombre por ser una colina, sino por ser un descampado - cosas de ingleses -. En The Hill, podemos hallar el college más famoso de la ciudad, ese del que salen todas las fotos que podemos encontrar en la red, The King’s College. Una impresionante arquitectura que te deja sin aire, solo para devolverlo con cada imagen que te regala. Pero si lo dejas atrás, si no te pierdes en su embrujo y logras seguir tu camino por la avenida, te encontrarás con el museo Fitzwilliam.
Un mastodonte que te invita a atravesar su pórtico, caminar entre sus columnas y pasar a su recibidor. El museo, catalogado como “el mejor museo pequeño de Europa”, es de las joyas mejor escondidas de la ciudad. Millones habrán caminado por sus calles, absortos por los rincones de historia que recoge la ciudad, sin percatarse siquiera de la existencia de este lugar. Dentro, se encuentran algunas de las obras más importantes de la historia humana, Botticelli, Monet, El Greco o Blake son algunos de los nombres que recogen las paredes del Fitzwilliam, pero de ninguno de ellos vamos a hablar hoy. Entre su colección de pinturas, una destaca por la aspereza de su mensaje. “La fragilidad humana”, cuadro pintado en 1657 por Salvator Rosa, que nos relata los acontecimientos de su época detrás del cristal de la nuestra.
Sumergidos en un caldo de banalidades y alegrías embotelladas, aparece Rosa, sobreviviente de la peste de 1656, con un cuadro oscuro y amargo. Entristecido y adolorido, el pintor napolitano bombardea un lienzo con mensajes. Un esqueleto alado se alza sobre una madre y su hijo. El infante es obligado a escribir “Conceptio Culpa, Nasci Pena, Labor Vita, Necesse Mori (La concepción es un pecado, el nacimiento es dolor, la vida es trabajo, la muerte una necesidad)”. Al fondo, las mariposas revolotean, las flores marcan las luces del cuadro, un niño juega con burbujas y el otro prende fuego dentro de un caldero; todas son imágenes de la brevedad de la vida. Un Memento Mori, un recordatorio más de la rapidez con la que nuestro tiempo se acaba. Nos gastamos la vida en nimiedades y consolaciones, viendo pasar los segundos a nuestro alrededor, dejando escapar, perdiendo la vida en momentos vacuos e insípidos. Nuestro tiempo, así como los días en los que Salvatore Rosa pintó el cuadro, son consecuciones de guerras y pestes que parecen arrancar el valor de la vida humana y convertirnos, otra vez, en números. Esta pintura, más que un desahogo por la impotencia frente a la tragedia, parece un recuerdo misericordioso, un suspiro de alivio. La imagen que nos demuestra, dura y áspera, sirve para recordarnos el valor del tiempo que tenemos y alegrarnos por el que nos falta.