PolitiqueArte. Beata Beatrix
- 19/07/2024 00:00
- 18/07/2024 13:50
Nuestros tiempos, estos momentos modernos y futuristas, parecen exacerbar el odio, la confrontación y la violencia, acentuando una tristeza intrínseca. Esta época de envidia, recelo y rencor nos marcan con los crotales de una bestia, convirtiendo nuestra mera existencia en una secuencia nociva de unos y ceros La vida es un pestañeo o por lo menos se siente así. La felicidad se diluye demasiado rápido, el placer se convierte en polvo antes de tocar la piel, el dolor es demasiado fuerte, el disgusto resuena aún en el silencio. La vida se comprende de centenares de derrotas endulzadas por una fina capa de miel y hiel. A veces el peso de la frustración, el abatimiento de la pena, se convierte en una cima demasiado empinada para subir, en un puente demasiado lejano para conquistar. Ahí es donde entran las adicciones, las drogas, los estupefacientes y los vicios. Cargas de demolición que tumban momentáneamente la muralla del dolor. Y aunque la alegría embotellada libere un poco las apretadas cadenas de la vida, convirtiéndose en gasolina para el fuego, haciendo que las llamas brillen más, también las quema demasiado rápido. Todo tiene un precio, todo se paga con algo y la somnolencia e inconsciencia se paga con el tiempo.
Eso lo sabía Dante Gabriel Rossetti. Eso es lo que intentó plasmar en este cuadro. El retrato de su amada, Beatriz Portinari, azulada, iluminada, satisfecha narra en cada trazo sus últimos minutos. La composición nos traslada a un sitio onírico, a una fantasía donde ella se deshace de los lazos terrenales, enviando su alma hacia un sitio mejor.
El opio, el láudano y el alcohol marcaron cada trazo de esta pintura. Clavándose como garrapatas en el dolor de Rossetti. Ella, cansada, abatida, esculpida en carne y hueso, en óleo y lienzo, solo le espera. Dejándonos a nosotros solos para averiguar lo que quiere contarnos. Una paloma roja posa sobre su sangradura una flor de amapola, un guiño, una referencia. Un reloj marca lo efímero de la vida, la imparable cualidad del tiempo que pasa. Detrás de ella, cruzando el muro de la mortalidad, dos figuras, Dante y Beatrix, dos amantes que también fueron y que nunca más serán, junto al puente Vecchio de Florencia representando una escalera al cielo. Dante hizo catarsis, reventó en significados para dejar escapar la tristeza. Pero parece que estas epifanías, estas ideas, estos descubrimientos se han diluido en el banal resplandor de las baratijas y las nimiedades. Las mentiras alimentadas por la necesidad, la droga vertida sobre los inocentes cuerpos de los que solo buscan una gota de alegría en un mar de apatía.
Nuestros tiempos, estos momentos modernos y futuristas, parecen exacerbar el odio, la confrontación y la violencia, acentuando una tristeza intrínseca. Esta época de envidia, recelo y rencor nos marcan con los crotales de una bestia, convirtiendo nuestra mera existencia en una secuencia nociva de unos y ceros. Los dientes del flagelo se clavan con fuerza en la suave carne del desesperado. La sangre que cae, las lágrimas que se derraman, las frustraciones que se asientan. Las imágenes que nos convierten en esclavos de una realidad que no es la nuestra, en una ficción que nos hace lamentarnos de estar vivos.
Las toneladas de digitalidad se interponen en el camino del que intenta escapar. Ahora todos los caminos llevan a un solo destino, la inmediatez. Los rápidos del río, las secciones peligrosas de la vida, se han convertido en una pieza esencial para la transformación, para los rituales de paso que tenemos que superar en cada etapa de la vida. El humano, un animal que aborrece su pasado y su naturaleza, busca en esa virtualidad artificial la forma de eliminar los errores inherentes de la mortalidad, la vejez, el temperamento, la pobreza y la agonía del deseo, pero eso nos convierte en máscaras del mismo ente, uniforme y aburrido, dejando atrás la mezcla original de cada piscina genética.
El autor es escritor
La vida es un pestañeo o por lo menos se siente así. La felicidad se diluye demasiado rápido, el placer se convierte en polvo antes de tocar la piel, el dolor es demasiado fuerte, el disgusto resuena aún en el silencio. La vida se comprende de centenares de derrotas endulzadas por una fina capa de miel y hiel. A veces el peso de la frustración, el abatimiento de la pena, se convierte en una cima demasiado empinada para subir, en un puente demasiado lejano para conquistar. Ahí es donde entran las adicciones, las drogas, los estupefacientes y los vicios. Cargas de demolición que tumban momentáneamente la muralla del dolor. Y aunque la alegría embotellada libere un poco las apretadas cadenas de la vida, convirtiéndose en gasolina para el fuego, haciendo que las llamas brillen más, también las quema demasiado rápido. Todo tiene un precio, todo se paga con algo y la somnolencia e inconsciencia se paga con el tiempo.
Eso lo sabía Dante Gabriel Rossetti. Eso es lo que intentó plasmar en este cuadro. El retrato de su amada, Beatriz Portinari, azulada, iluminada, satisfecha narra en cada trazo sus últimos minutos. La composición nos traslada a un sitio onírico, a una fantasía donde ella se deshace de los lazos terrenales, enviando su alma hacia un sitio mejor.
El opio, el láudano y el alcohol marcaron cada trazo de esta pintura. Clavándose como garrapatas en el dolor de Rossetti. Ella, cansada, abatida, esculpida en carne y hueso, en óleo y lienzo, solo le espera. Dejándonos a nosotros solos para averiguar lo que quiere contarnos. Una paloma roja posa sobre su sangradura una flor de amapola, un guiño, una referencia. Un reloj marca lo efímero de la vida, la imparable cualidad del tiempo que pasa. Detrás de ella, cruzando el muro de la mortalidad, dos figuras, Dante y Beatrix, dos amantes que también fueron y que nunca más serán, junto al puente Vecchio de Florencia representando una escalera al cielo. Dante hizo catarsis, reventó en significados para dejar escapar la tristeza. Pero parece que estas epifanías, estas ideas, estos descubrimientos se han diluido en el banal resplandor de las baratijas y las nimiedades. Las mentiras alimentadas por la necesidad, la droga vertida sobre los inocentes cuerpos de los que solo buscan una gota de alegría en un mar de apatía.
Nuestros tiempos, estos momentos modernos y futuristas, parecen exacerbar el odio, la confrontación y la violencia, acentuando una tristeza intrínseca. Esta época de envidia, recelo y rencor nos marcan con los crotales de una bestia, convirtiendo nuestra mera existencia en una secuencia nociva de unos y ceros. Los dientes del flagelo se clavan con fuerza en la suave carne del desesperado. La sangre que cae, las lágrimas que se derraman, las frustraciones que se asientan. Las imágenes que nos convierten en esclavos de una realidad que no es la nuestra, en una ficción que nos hace lamentarnos de estar vivos.
Las toneladas de digitalidad se interponen en el camino del que intenta escapar. Ahora todos los caminos llevan a un solo destino, la inmediatez. Los rápidos del río, las secciones peligrosas de la vida, se han convertido en una pieza esencial para la transformación, para los rituales de paso que tenemos que superar en cada etapa de la vida. El humano, un animal que aborrece su pasado y su naturaleza, busca en esa virtualidad artificial la forma de eliminar los errores inherentes de la mortalidad, la vejez, el temperamento, la pobreza y la agonía del deseo, pero eso nos convierte en máscaras del mismo ente, uniforme y aburrido, dejando atrás la mezcla original de cada piscina genética.