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La herencia de los sentidos

Actualizado
  • 12/08/2024 00:00
Creado
  • 10/08/2024 12:08

La coincidencia fortuita de emociones contrarias en un mismo momento, por ejemplo, felicidad y tristeza, como toda unión artificiosa y efímera, deja a su paso sentimientos que prevalecen más allá de ese primer momento, espontáneo e imprevisto, que en este ejemplo podría ser una nostalgia duradera por ese singular evento del pasado.

Indiscutiblemente, los sentidos sensoriales (vista, sonido, gusto y olfato) y los sentidos corporales (tacto, temperatura, equilibrio y dolor) son integradores personales y sociales que canalizan, mental y fisiológicamente, nuestras emociones hacia nuestros sentimientos más profundos, como el patriotismo o el amor conyugal, lo que despierta cierta curiosidad por conocer las causas de estas reacciones psicológicas y fisiológicas llamadas “emociones” como felicidad, tristeza, miedo, sorpresa, rabia y disgusto, que originan dichos sentimientos.

Por eso existen en las ciencias psicológicas múltiples modelos sensoriales y regímenes emocionales de estos mismos sentidos que nos llevan continuamente a tomar decisiones y acciones personales, comenzando por querer investigar íntegramente lo que podamos de todo lo que en este mundo nos rodea al nacer, tal enorme membrana fetal o saco amniótico.

La primera de estas decisiones, como se acaba de señalar, es tratar de conocer más sobre la naturaleza del mundo físico y los orígenes de la vida (o sobre Dios y su creación divina para los creyentes); después, nos interesa la investigación del ser humano y su verdadera naturaleza; más tarde, nos atrae filosóficamente la razón para profundizar nuestros conocimientos; concluyendo aristotélicamente con esa seguridad filosófica de que el conocimiento comienza con los sentidos; o sea, que los humanos conocemos nuestra naturaleza personal, social y universal, por medio de nuestros sentidos,

De hecho, esta facultad del conocimiento a través de nuestros sentidos sensoriales y corporales, puestos entre paréntesis, se instala para siempre en la gloria del pensamiento humano, casi desde nuestros orígenes como especie, si bien el genial Leonardo da Vinci dijo que la gran mayoría de la humanidad, sobre todo personas mediocres “miran sin ver, escuchan sin oír, tocan sin sentir, se mueven sin tener conciencia física y hablan sin pensar”, con una especie de “anestesia cotidiana” al decir del biólogo evolutivo inglés Richard Dawkins (1941).

Nuestros sentidos, por ende, son la fuente primordial de nuestro deseo de asombro y de ilusionarnos con nuestras emociones, creando así una correlación de aptitudes, capacidades y sentimientos que nos facultan a vivir mejor y con mayor inteligencia, practica y útil, para conocer particular y especialmente nuestra propia individualidad.

Sin ellos, sufriríamos de la mencionada anestesia cotidiana, olvidando además las múltiples y diversas capacidades fisiológicas y mentales que todos utilizamos a diario para mejorar como personas, en adición a nuestros sentidos convencionales.

Estas incluyen nuestro reloj biológico que regula el ritmo cíclico de vigilia y sueño; los nervios debajo de la piel relacionados con el tacto; las feromonas químicas que rigen nuestros deseos; nuestro equilibrio que nos mantiene rectos; nuestra brújula interna que nos ubica en un entorno, entre tantas otras capacidades corporales.

Un alma proterva, sin embargo, despreciaría estas facultades sensoriales y corporales quizás para burlarse de ese sentimiento de admiración que experimentamos como seres humanos al ver nuestras virtudes y grandezas florecer como cosecha de nuestros sentidos.

Pero además lo que nos llama la atención de esas magnificas generalidades descubiertas con nuestros sentidos es la particularidad de nuestras emociones asociadas a diversos sentimientos, porque estos últimos afectan nuestra conducta y razonamiento.

La precisión “emoción/sentimiento” que acabo de indicar es una afirmación de esa herencia de los sentidos como memoria individual y colectiva y del esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir que todos compartimos como humanos.

El autor es articulista y exfuncionario diplomático