La familia humana
- 30/06/2024 23:00
- 28/06/2024 22:32
Nuestras civilizaciones, en todas las épocas y continentes, han convertido estas diferencias, muchas veces injustas, en conflictos y enfrentamientos que nos aíslan, inmovilizan y congelan [...] El Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA por sus siglas en inglés) presentó en 1972 una exhibición de ciento doce (112) fotografías tomadas por Diane Arbus (1923-1971) retratando con su lente desprovisto de cualquier sentimentalismo y compasión, a diversas personas de varias edades y niveles sociales, en toda su solitaria fealdad, casi todos como personajes individuales grotescos y ruines.
Su cámara y estos retratos captaron las dimensiones más profundas, misteriosas e incontrolables de cada una de esas almas humanas, sin buscar con ello consuelo alguno del sin sentido del mundo y de la vida. Sus impactantes imágenes de lo feo y malo de la humanidad se volvieron aún más devastadoras para sus admiradores tras su suicidio en 1971, por considerar que su vocación como fotógrafa de esa maldad y fealdad humana, fue lo que la llevó a terminar su propia vida, prematuramente a sus 48 años.
Sin embargo, ver sus fotos en la actualidad hace que nos fijemos, con más detenimiento, en los profundos y tormentosos lazos que nos une como humanos y además a visualizar, con mayor claridad, los otros factores que inevitablemente nos separan tras el confín de nuestra vida diaria, dada la naturaleza de nuestras diferencias y dependencias como seres vivientes.
Friedrich Nietzsche las interpreta y designa en su conjunto como el “componente dionisíaco” en su obra “El nacimiento de la tragedia” (1872), al analizar estos mismos fenómenos vitales y culturales de la antigua Grecia, en justa oposición al elemento “apolíneo” que privilegia el orden, la armonía y la forma.
Según Nietzsche, ese componente dionisíaco significa que los humanos estamos hechos de ambigüedades y contradicciones, aspectos sombríos del alma humana que no podemos ignorar o “blanquear” porque son parte esencial de nuestro ser. Así lo expresa: “Uno debe seguir teniendo caos dentro de sí para ser capaz de engendrar una estrella danzante”.
Nuestras civilizaciones, en todas las épocas y continentes, han convertido estas diferencias, muchas veces injustas, en conflictos y enfrentamientos que nos aíslan, inmovilizan y congelan social y políticamente, no tanto para “engendrar estrellas danzantes”, sino más bien para crear distorsiones y disputas en nuestra convivencia humana.
Influye también, en este esguince, el miedo ancestral a lo desconocido que aumenta esa desconfianza “dionisíaca” del prójimo, creando turbulencias y pasiones en todo lo que conforma al ser humano.
Por eso, la humanidad no es ni una ni sabia, porque en la opinión de muchos, cuando más, somos tontos útiles del destino, mirando juntos a la eternidad, tratando de percibir esa alma divina y universal que flota en los aires, la que supuestamente calma nuestro primitivo instinto de “caos interno”.
Ahora bien, ¿qué papel juega ese otro elemento “apolíneo” señalado por Nietzsche que privilegia el orden, la armonía y la forma en la familia humana?
Este filósofo alemán plantea en sus escritos la superación de la vieja moralidad occidental, basada en la metafísica aristotélica-tomista (la moralidad de señores y esclavos), para suplantarla por una moral de autosuperación y una ética de singularidad, siendo así una filosofía de la libertad, a veces interpretada como la moralidad del “superhombre” (übermensch) por ese afán de superación individual.
Aparte de los méritos de su argumento filosófico, su pensamiento tiene un contenido político de envergadura, por ese cambio de valores y transformación personal que propone para romper con esa relación de dependencia y subordinación existente en nuestra sociedad.
Esa capacidad de transformación inherente a todo ser humano es también un desafío que pende sobre nuestra condición humana para lidiar con nuestra propia fealdad y maldad tan dramáticamente reveladas en las fotografías de Diane Arbus.
¿Seremos capaces de hacerlo?
El autor es articulista y exfuncionario diplomático
El Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA por sus siglas en inglés) presentó en 1972 una exhibición de ciento doce (112) fotografías tomadas por Diane Arbus (1923-1971) retratando con su lente desprovisto de cualquier sentimentalismo y compasión, a diversas personas de varias edades y niveles sociales, en toda su solitaria fealdad, casi todos como personajes individuales grotescos y ruines.
Su cámara y estos retratos captaron las dimensiones más profundas, misteriosas e incontrolables de cada una de esas almas humanas, sin buscar con ello consuelo alguno del sin sentido del mundo y de la vida. Sus impactantes imágenes de lo feo y malo de la humanidad se volvieron aún más devastadoras para sus admiradores tras su suicidio en 1971, por considerar que su vocación como fotógrafa de esa maldad y fealdad humana, fue lo que la llevó a terminar su propia vida, prematuramente a sus 48 años.
Sin embargo, ver sus fotos en la actualidad hace que nos fijemos, con más detenimiento, en los profundos y tormentosos lazos que nos une como humanos y además a visualizar, con mayor claridad, los otros factores que inevitablemente nos separan tras el confín de nuestra vida diaria, dada la naturaleza de nuestras diferencias y dependencias como seres vivientes.
Friedrich Nietzsche las interpreta y designa en su conjunto como el “componente dionisíaco” en su obra “El nacimiento de la tragedia” (1872), al analizar estos mismos fenómenos vitales y culturales de la antigua Grecia, en justa oposición al elemento “apolíneo” que privilegia el orden, la armonía y la forma.
Según Nietzsche, ese componente dionisíaco significa que los humanos estamos hechos de ambigüedades y contradicciones, aspectos sombríos del alma humana que no podemos ignorar o “blanquear” porque son parte esencial de nuestro ser. Así lo expresa: “Uno debe seguir teniendo caos dentro de sí para ser capaz de engendrar una estrella danzante”.
Nuestras civilizaciones, en todas las épocas y continentes, han convertido estas diferencias, muchas veces injustas, en conflictos y enfrentamientos que nos aíslan, inmovilizan y congelan social y políticamente, no tanto para “engendrar estrellas danzantes”, sino más bien para crear distorsiones y disputas en nuestra convivencia humana.
Influye también, en este esguince, el miedo ancestral a lo desconocido que aumenta esa desconfianza “dionisíaca” del prójimo, creando turbulencias y pasiones en todo lo que conforma al ser humano.
Por eso, la humanidad no es ni una ni sabia, porque en la opinión de muchos, cuando más, somos tontos útiles del destino, mirando juntos a la eternidad, tratando de percibir esa alma divina y universal que flota en los aires, la que supuestamente calma nuestro primitivo instinto de “caos interno”.
Ahora bien, ¿qué papel juega ese otro elemento “apolíneo” señalado por Nietzsche que privilegia el orden, la armonía y la forma en la familia humana?
Este filósofo alemán plantea en sus escritos la superación de la vieja moralidad occidental, basada en la metafísica aristotélica-tomista (la moralidad de señores y esclavos), para suplantarla por una moral de autosuperación y una ética de singularidad, siendo así una filosofía de la libertad, a veces interpretada como la moralidad del “superhombre” (übermensch) por ese afán de superación individual.
Aparte de los méritos de su argumento filosófico, su pensamiento tiene un contenido político de envergadura, por ese cambio de valores y transformación personal que propone para romper con esa relación de dependencia y subordinación existente en nuestra sociedad.
Esa capacidad de transformación inherente a todo ser humano es también un desafío que pende sobre nuestra condición humana para lidiar con nuestra propia fealdad y maldad tan dramáticamente reveladas en las fotografías de Diane Arbus.
¿Seremos capaces de hacerlo?