Columnistas

La burocracia: una democracia empapelada

  • 09/04/2025 00:00

En toda estructura de poder, la burocracia ha sido uno de los instrumentos más eficaces para mantener la obediencia, simular eficiencia y, paradójicamente, impedir el acceso real a los derechos. Se presenta como neutral, técnica, objetiva; sin embargo, en la práctica funciona como un mecanismo de control social, diseñado no para facilitar la vida del ciudadano, sino para subordinarlo a una lógica impersonal, repetitiva y profundamente excluyente. Su verdadera función es amortiguar la participación popular, diluir la responsabilidad política y mantener intacta la jerarquía que separa al Estado del pueblo.

Cada vez que un ciudadano intenta ejercer un derecho —educarse, atender su salud, regularizar su situación migratoria, obtener justicia— se encuentra con un muro invisible compuesto por formularios, requisitos, sellos, firmas y trámites que, lejos de representar un proceso ordenado, constituyen un filtro de exclusión. El lenguaje técnico, la exigencia de documentos absurdos y la dispersión de competencias entre instituciones se combinan para generar lo que algunos llaman tramitología, pero que, en el fondo, no es más que una expresión de poder disfrazada de procedimiento.

No es casual que el propio presidente de la República de Panamá haya declarado la necesidad de “romper la cadena de tramitología”. Esta expresión, por su fuerza simbólica, revela que la burocracia no es un simple conjunto de pasos administrativos, sino una auténtica cadena que sujeta, inmoviliza y obstaculiza el desarrollo del individuo y de la sociedad. Romper esa cadena implica mucho más que digitalizar servicios o emitir decretos de simplificación; exige una transformación radical de la lógica institucional que ha convertido al ciudadano en súbdito.

Uno de los eslabones más corrosivos de esa cadena es el plazo de 30 días hábiles que tienen las entidades públicas para responder a una solicitud, petición o requerimiento. Esta regla, en apariencia razonable, se ha convertido en una excusa estructural para la inacción. ¿Qué justifica que un Ministerio, una Dirección o una Alcaldía demoren semanas en emitir una respuesta que podría generarse en horas? Nada, salvo una cultura estatal que ha hecho del tiempo un instrumento de desgaste.

Jugar con el tiempo sin resolver es también burocracia. El retraso planificado, la postergación deliberada, la espera como castigo silencioso, son tácticas invisibles que erosionan los derechos sin necesidad de negarlos expresamente. Se permite la solicitud, pero se congela su trámite. Se recibe el expediente, pero no se prioriza. Se argumenta exceso de carga, falta de personal, procesos internos, y con eso se legitima la parálisis. El resultado es siempre el mismo: el ciudadano pierde.

La administración pública ha desarrollado un sistema donde lo importante no es resolver, sino cumplir con el procedimiento. De ahí que incluso quienes trabajan con vocación dentro del aparato estatal terminen atrapados en reglas absurdas que les impiden dar respuestas oportunas. Y lo más grave: cuando el ciudadano se atreve a exigir agilidad, es percibido como conflictivo, como si su reclamo fuera una amenaza, y no un ejercicio legítimo de control democrático.

Lo que esta estructura alimenta, en el fondo, es la desconfianza institucional. Una generación entera ha crecido convencida de que para lograr algo del Estado hay que tener un contacto, pagar un “facilitador” o resignarse a la lentitud. La burocracia ha sustituido la ley por la costumbre, el derecho por la espera y la participación ciudadana por la paciencia ciega. Así se destruye el vínculo entre Estado y sociedad, y se consolida la idea de que los trámites no son mecanismos de garantía, sino pruebas de obediencia.

Incluso los llamados avances digitales, lejos de revertir esta lógica, muchas veces la profundizan. Plataformas ineficientes, procedimientos electrónicos que exigen luego validaciones físicas, y sistemas que se caen constantemente, reproducen la misma lógica de desgaste con un disfraz de modernización. Se actualiza la herramienta, pero se conserva el mismo desprecio por el tiempo del ciudadano.

La frase presidencial no debe quedarse en el plano retórico. Romper la cadena de tramitología implica, entre otras cosas, eliminar ese absurdo legal de los 30 días como plazo estándar. En una era donde la tecnología permite respuestas inmediatas, mantener ese margen es perpetuar la cultura del diferimiento, del silencio institucional, de la respuesta que no llega. Debe establecerse el principio de inmediatez administrativa: cuando una solicitud no requiere análisis complejo ni afecta derechos de terceros, la respuesta debe ser en tiempo real, no en tiempo muerto.

La transformación de la burocracia no es un asunto meramente técnico, sino una redefinición ética del servicio público. El Estado no puede seguir funcionando como una maquinaria que entrena al ciudadano a desistir. Urge construir una nueva cultura administrativa donde lo público sea sinónimo de eficiencia, empatía y solución, y donde cada trámite no sea una carga, sino una vía de acceso expedito a un derecho.

Porque mientras el aparato estatal funcione como una cadena de obstáculos, la democracia será solo una formalidad vacía. Y mientras se permita jugar con el tiempo del pueblo para evitar resolver, se mantendrá vigente una de las formas más sofisticadas de opresión contemporánea: la burocracia como mecanismo de exclusión. Romper esa cadena no es solo una reforma institucional. Es, en realidad, un acto de justicia.

*El autor es abogado, politólogo, locutor