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Gallotes

Actualizado
  • 22/06/2024 00:00
Creado
  • 20/06/2024 12:21

Resulta difícil conocer las verdaderas intenciones de las personas, con sólo mirarlas. Muchos ríen y se muestran amigables, pero ocultan propósitos e intenciones en su actuar. Casi siempre, buscan obtener algún beneficio o ventaja a través de una actuación de amabilidad, cortesía, y hasta educación. La honestidad está en peligro de extinción.

La honestidad ha sido cazada, exterminada y erradicada casi en su totalidad. Básicamente, se castiga al honesto, y se premia al que engaña, al que hace chanchullos, es decir, se glorifica al “juegavivo”. Hemos aprendido que el crimen sí paga.

La sociedad ha venido romantizando el delito desde hace mucho tiempo. Paralelamente, también ha venido castigando la honestidad, al punto que hay que pensar dos veces antes de decir una verdad, pues puede ofender a un gran número de personas.

Óigase esta vaina, la verdad ofende. ¿En qué mundo vivimos?

Existen diferencias abismales entre los sectores privado y público. Mientras que en el sector privado tenemos que arriesgarnos, esforzarnos y cumplir con nuestros negocios, para encima pagar los impuestos con los que se sostiene la inflada e incompetente planilla estatal, el sector público no obliga a sus asalariados.

Un sistema ineficiente, mal fundamentado, saturado de botellas y que no exige cualificaciones a sus integrantes no puede servir a un país. Somos tontos al creer que un maestro que no sabe hablar inglés puede enseñar ese idioma. Nos engañamos nosotros mismos cuando esperamos que alguien que no sabe administrar ni producir puede ser director de cualquier entidad.

Mientras no se exija resultados a los funcionarios públicos, y se castigue el despilfarro del erario, por ignorancia, latrocinio o incompetencia, nada va a mejorar. En la empresa privada, si yo fallo en un cálculo, hay consecuencias y debo hacerles frente. En la administración pública, se han cobrado puentes que jamás se construyeron, o fueron tan chambones que los construyeron mal, y nadie tiene la culpa, aunque todos pagamos eso.

¿En qué cabeza cabe que alguien que ni siquiera es idóneo en la profesión que dice ejercer, puede ser la máxima autoridad de un país en ese rubro? La respuesta es una bofetada: aquí es perfectamente legal que eso suceda. ¿Por qué? Fácil. Solo hay que ir a la raíz del problema.

¿Dónde se hacen las leyes? En el hemiciclo. Siendo esto así, ese lugar debe estar lleno de las mejores mentes, de las personas más honestas y capaces, cuya visión y misión es forjar un mejor futuro para todos. Sí, yo también me estoy riendo del mal chiste. Pero ese es el asunto. Si los que hacen las leyes no son nuestros más calificados representantes, nuestras leyes no van a ser las mejores.

Este fenómeno de involución moral e intelectual se ha venido suscitando desde hace décadas. Una población desvergonzada ha venido, de manera reiterativa, manteniendo simpatías por los parásitos más caros del país. Si ellos, que llegan al poder no por sus méritos, sino por su clientelismo, no poseen las capacidades morales ni intelectuales para que la honestidad reine, pues harán lo posible por que la deshonestidad sea lo que se valore.

Que no tienen estudios, fácil: hagamos legal que cualquier analfabeta pueda ser elegido y/o contratado para el puesto que sea.

Que tienen prontuarios delictivos, fácil: hagamos legal que delincuentes puedan ser elegidos y/o contratados para el puesto que sea.

Que no tienen experiencia, fácil: hagamos legal que ningún funcionario sea responsable de lo que haga en su gestión.

Y podemos pasar días viendo todo lo malo que han hecho “legal” en beneficio del pillaje y en detrimento del país. Hemos dignificado el mal actuar a tal punto que hemos involucionado.

Muchos ciudadanos han bajado varios peldaños de humanidad y se han convertido en carroñeros, celebrando y aprovechándose de la desgracia ajena. Son los nuevos gallotes.

Del mismo modo que las aves carroñeras identifican y festinan sobre un cadáver, estos nuevos gallotes aparecen cada vez que hay un accidente, y de manera similar que sus colegas voladores, buscan cómo beneficiarse de la desgracia de otro.

Debo defender a las aves carroñeras, pues cumplen con una labor importante en la naturaleza. De manera opuesta, los nuevos gallotes son el resultado de tener malos gobernantes, en un país en donde la deshonestidad se justifica, y hacer el bien se castiga.

Los nuevos gallotes no son tan inteligentes. En un frenesí de alegría, se lanzan sobre los productos que encuentren en el lugar del accidente, y se filman para poner en redes su actuar, orgullosos de ser “los más vivos”. Muy listos no son. Pero hay muchos.

Veo con esperanza lo que viene para el país.

Hubo un cambio en el hemiciclo, y el presidente electo se ha reunido con todas las facciones. Ambas, cosas positivas. La gente nueva tiene la oportunidad de hacer el bien, trabajar por restablecer la honestidad como un valor social. Los viejos colados pueden adaptarse o desaparecer.

Los buenos somos más. Basta de malos ciudadanos y gallotes. Si ve un accidente, deténgase a ayudar, no a hurtar. No sea gallote. Viva Panamá.

Dios nos guíe.

El autor es ingeniero