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De la Guajira al Canajagua

Actualizado
  • 17/01/2025 00:00
Creado
  • 16/01/2025 19:15

Hace poco viajé a la ciudad de Las Tablas. De paso, aproveché la ocasión para visitar a mi hermana Mirna. Ella, al verme me dijo: “¿Sabes quién vino?, Andrés”. Decidí pasar a La Guaca, villorrio guarareño en donde nació mi madre. Mis tíos Andrés y Pacífico estaban a punto de salir de la casa de quincha. Entré al ánfora de recuerdos que representa la residencia de los abuelos. Conversamos, y como era de esperar, el tema recurrente lo representó las vivencias de aquellas raíces familiares. Miré la añeja foto del casamiento de mi tía Tina, que pende de la pared, y recorrí la vieja cocina donde en tiempos idos mi abuelo Dolores mantenía la despensa y el clásico tanque de miel. Regresé a la sala y divisé el viejo baúl y la antigua maleta que aún duerme la siesta en la esquina junto al viejo horcón. Pacífico la abrió y allí estaban, como reliquias del ayer, algunos vestidos de mis abuelos. Extrañamente, y luego de varias décadas, en el bolsillo del traje de la abuela Juliana yacía dormida una hoja de albahaca, de esas con la que ella gustaba perfumar sus atuendos. ¡Olor a albahaca!, pensé, cuántas cosas esconde ese perfume de planta silvestre domesticada por la mano generosa del hombre. Aroma del pretérito, alejado del perfume francés que pregona con su fragancia el exotismo cultural de países lejanos.

Ya en el auto, sentí que ese olor impregnaba mi entorno para que lograra comprender cómo la existencia colectiva de las sociedades puede engarzarse con otras culturas que parecen distantes. Pensé en Aracataca, la olvidada población del Departamento del Magdalena, próxima a la Sierra Nevada de Santa Marta; macizo que le separa de las tierras de la península de la Guajira, allá en el Caribe colombiano.

García Márquez en Vivir para contarla -primer tomo de sus memorias-, no escatima imágenes para describir esa y otras regiones e introducirnos en ese mundo rural y mágico al mismo tiempo que nos hace partícipe, acá en nuestra istmeña península de Azuero, de un escenario similar. Ese universo casi mítico de Riohacha, Valledupar, La Ciénaga y otros lugares que nosotros podríamos reemplazar por Guararé, La Villa, Tonosí, Las Minas, Chitré u Ocú. No sólo se trata de Azuero (apellido colombiano que no ha tenido continuidad en los genes istmeños), sino de la ciudad bogotana que desde el altiplano de Cundinamarca le son indiferentes los pueblos del Caribe en donde creció el Nobel de Literatura. De la misma manera, la zona de tránsito istmeña ha vivido mirando hacia afuera, muchas veces sorda al pálpito de la patria que late en la península del Canajagua, que es como en propiedad deberíamos denominar al accidente geográfico que hemos llamado Azuero.

Leyendo el texto, en paralelo y sin quererlo, voy reconstruyendo la vida, glorias y triunfos de nuestro pueblo, que como en Aracataca, supo de la Guerra de los Mil Días, la Tonosí Fruit Company, circos ocasionales y aguaceros interminables. Lluvia torrencial de mayo y octubre que pregona desde las charcas cercanas, con su concierto de sapos, el subdesarrollo del campo. Invierno antiguo que en mi infancia era imposible separar del capote y las botas de hule. Hay tanto en común, que no asombran las similitudes del calor insoportable de marzo o del protagonismo del acordeón y de los nombres de pueblos, que como en el caso de Ciénaga Larga, rememora ese otro villorrio colombiano (La Ciénaga) al que hemos hecho referencia. ¡Y qué más da que digamos Escalona, Dorindo, Gelo o Francisco El Hombre!

Allá el Atlántico y acá el Pacífico, con sus manglares bordeando la península. Ambas regiones pletóricas de surrealismo. Hago memoria y recuerdo los relatos sobre cientos de cangrejos y peces en estertores agónicos en los potreros distantes de los litorales guarareños. Son las preocupaciones pueblerinas por el “sapo o cosa puesta en la barriga de Mingo Pérez”. Mitología y realidad que florece entre el amarillo intenso de los macanos o los madroños vestidos de novias para recibir la Navidad, mientras las campanillas veraneras se apropian de las cercas con su manto de Nazareno campestre.

El caminar entre Riohacha y Bogotá es el mismo andar que miles de canajagüeños han experimentado al visitar la Ciudad de Panamá. Sin Río Magdalena, pero desde barcos y chivas gallineras que fueron testigos de la agonía estudiantil y su desgarramiento interior al tener que abandonar el campo para ir a vivir en la ciudad. Leyendo a Antonio Moscoso, Sergio González Ruiz, José del C. Saavedra o Ernesto J. Castillero Reyes se es testigo del Macondo que late en el corazón de la península istmeña.

Hablo del realismo mágico de pueblo chico. La misa dominical y el “padrino pelao, quien no tiene plata no saca ahijao”. Y ese sonar de las monedas mientras la muchachada -sucios de contentos-, se disputan los reales sobre la polvorienta calle de la plaza. O aquel olor a carro nuevo que desde sus asientos confirmaba la existencia de un mundo más allá de la titibúa y la perdiz atrapada en el tapón.

Leer Vivir para contarla es reconocerse en los personajes pueblerinos que alegraron la infancia. Es como para recordar a Concho, el tartamudo que con la escoba hacía las delicias de los patios a cambio de unos reales y la comida diaria. Hablo de Costa, con su lata de carne al hombro y las mujeres zarandeando los despojos de la vaca. Las tiendas con sus pescaditos como ñapa, muy diferentes a aquellos que recordaba Gabito en su Aracataca natal. Pueblos llenos de personajes que parecen calcados y paridos en un escenario en el que muchas veces la fantasía se confunde con la realidad. Razón tenía Colón al pergeñar afiebradas descripciones en su agenda de viaje. En la Guajira como acá, quién no se subió a una destartalada chiva gallinera para viajar a la capital, con esas paradas interminables, visitando el rosario de pueblos interioranos en un recorrido que más que un viaje asemejaba el trajín de un ánima en pena.

Todo este incursionar en un mundo rural y mágico es lo grandioso en García Márquez; demuestra que es posible y viable abordar los temas universales desde una perspectiva regional, porque, al fin y al cabo, las reflexiones de los clásicos griegos partieron de su entorno para introducirnos en tópicos de todas las épocas y todos los tiempos. Ese realismo mágico confirma que nuestras sociedades son un verdadero venero de creatividad que no reconocemos. El problema radica en que nos socializaron en la alabanza de lo exógeno y el desprecio por el delantal de la india, la alegría contagiosa de la negritud y la indiferencia ante el mundo depauperado del blanco venido a menos. Y conste que el apellido es García y Márquez, porque el escritor no necesita hacer gala de una prosapia puramente europea o anglosajona para sugerir con ello la existencia de una inteligencia teutónica o sueca que, por ósmosis, se mendiga en este otro lado del océano. Mérito y honra de un hombre y una pluma latinoamericana.