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Café, revolución y república

Actualizado
  • 12/07/2024 23:00
Creado
  • 12/07/2024 12:46

El Perú y el Panamá revolucionarios de finales del s. XVIII compartían la misma fascinación por el café [...]

“La entronización del café en aquella época (en las postrimerías del virreinato) tiene gran importancia para el desenvolvimiento de la opinión pública de Lima”, Jorge Basadre, La multitud, la ciudad y el campo”, 1947.

El Perú y el Panamá revolucionarios de finales del s. XVIII compartían la misma fascinación por el café no solo por afinidades culinarias, sino por evocaciones políticas generadas por la Ilustración. La aparición de establecimientos urbanos donde se servía cafés y se discutía de política fue una influencia europea, pero su rápido ajuste a las costumbres latinoamericanas fue un tema totalmente autóctono. La proliferación de estos desde la segunda mitad del Siglo de las Luces en Panamá y el Perú se debió a la reconversión de alojerías y mistelerías en cafés que ofrecían un servicio culinario distinto y, sobre todo, espacios percibidos como públicos donde se podía disertar, debatir, ponderar o denostar las políticas locales, regionales o globales de la Corona. El Panamá y el Perú compartían en aquellos días un comercio intravirreinal - que afrontaba los retos y desafíos de un Caribe en ebullición - que, sumado a una visión cosmopolita, les permitía percibir la magnitud de los cambios que sobrevendrían al conocerse los primeros brotes independentistas en otras latitudes.

La formación inicial de las élites políticas y de las burguesías de ambos países se produjo en estos espacios de moda llamados cafés. El primer café público de Lima apareció en 1771 fundado por el napolitano Francisco Serio, (Patrucco, 2005); mientras que en Panamá fue aproximadamente en 1808 cuando “apareció el primer café público, lugar de encuentro ideal para los conspiradores”, (Castillero, 2016). Al establecimiento de Serio se le llamó “Café de Santo Domingo” por estar ubicado en la calle del mismo nombre y funcionó en sociedad con el genovés Carabana y el milanés Martín, hasta 1775, año en que fue traspasado al limeño López que lo mantuvo en funcionamiento hasta 1791. Serio, con la venta del primero, abrió un segundo café - “De las Ánimas”- y en 1776, un tercero, el “Café del Comercio” que popularmente se le llamaba el “Café de Bodegones” por quedar ubicado en la calle de ese nombre (Patrucco, 2005). Holguín (1989) hace un profundo estudio de la trascendencia de este café en la vida política prerrevolucionaria de Lima y sus provincias circunvecinas aportando, entre otra muchas cosas, un dato anecdótico: entre 1801 y 1821 se le conocería con el sobrenombre de “El Mentidero” porque era “el lugar donde tenían origen, todos los embustes o bolas políticas”, es decir, fue un nido de rumores, de espías e informantes.

Holguín (1989) describe a Serio como un hombre no vinculado a la política, pero con un olfato idóneo para los negocios. Así, pronto se dio cuenta de que podía combinar la gastronomía y la ebullición política. Para la primera, se destacó con “su habilidad en la preparación de helados, refrescos y otras delicias del paladar al gusto europeo (lo que) le ganó el aprecio del vecindario limeño”; y para la segunda, se suscribió al Mercurio Peruano y al Semanario Crítico en número suficiente para atender a su numerosa clientela. Serio incluso compraba ejemplares “de reposición” para reemplazar a lo largo del día los diarios que ponía al abrir su establecimiento porque los comensales tendían a cortar el artículo que les interesaba o a llevarse la página completa, sino es que se llevaban el periódico completo. Generar espacios de lectura y debate le reportó importantes beneficios a juzgar por la compra de “licores peruanos y españoles, pisco, café y canela por la suma de siete mil pesos” mensuales (Patrucco, 2005) lo que brinda una idea del estándar de servicio que brindaba. Los principales burgueses, políticos y futuros personajes del proceso de independencia peruano se dieron cita en su café.

Sin embargo, Serio no solo constituyó cafés para la élite virreinal. Se asoció con Juan Rovarotti en el “Café San Agustín” por estar en la plazuela de igual nombre, para así captar a los comensales que, por restricciones sociales, no iban a Bodegones y a los que también brindó la oportunidad de leer el Mercurio Peruano. En esa misma plazuela, el napolitano Baptista, el milanés Ronqueti y el francés Culén abrieron un café-billar para atraer a la gente del puerto y a las tripulaciones extranjeras de los barcos que llegaban a El Callao, un público distinto que aunque no mermó el debate político, tuvo otra intensidad.

La proximidad del bicentenario de la batalla de Ayacucho, permite nuevos estudios sobre las dinámicas de comercialización y de organización de los cafés, la tipología de los productos ofrecidos en ellos, de sus comensales y, sobre todo, la divulgación de la noción de república y los debates que la rodearon, los que resultan significativos al momento de la construcción de lo cotidiano partiendo de lo local hacia lo regional hasta llegar al istmo.

El autor es embajador peruano