Lo que queda en la mesa
- 19/12/2024 09:54
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Navidad es una palabra cargada de pasado. Ninguno de nosotros escribió los villancicos que cantamos, ni fue el primero en organizar las posadas que cruzan de casa en casa en el barrio. Tanto creyendo como no, terminamos celebrando el nacimiento de quien en el cristianismo conocemos como el Niño Jesús. Cada paso que damos en diciembre está impregnado de tradiciones: la fiesta de la oficina, la reunión anual con amigos, o la inevitable nostalgia que nos llama.
Para mí, la tradición más íntima y significativa es hacer el dulce navideño de mi abuela. No es solo una receta; es un ritual que me conecta con esa primera Corina, la mujer cuyas manos ágiles y silencios densos decían tanto como sus palabras. Cada vez que mezclo los ingredientes, ajusto la densidad de la leche condensada, evalúo la acidez de la masa o decido si tostar las nueces, siento que me acerco a ella. Pero también, sin quererlo, cargo con el peso de ese legado: el trabajo, los mandatos, y cómo yo, que llevo su nombre, intento reconciliarme con esa herencia sin perderme en ella.
En mi familia, la Navidad no es un acto de multiplicación, sino de resta. Cada año, la mesa parece más grande, pero no porque haya más sillas, sino porque sobran espacios. Mi abuelo ya no está desde hace años, y ninguno de nosotros —ni mis primos, ni mi hermana, ni yo— ha continuado con la expansión del apellido por el momento. No es una decisión consciente o pactada; es un hecho. Un reflejo de un cambio generacional que a veces enorgullece y otras pesa.
Aunque nadie lo diga en voz alta, nuestra familia, como tantas otras, se enfrenta a ese momento incómodo en que las tradiciones empiezan a resquebrajarse. Ya no hay niños corriendo alrededor del árbol. Los regalos son pocos, predecibles: camisas, sombreros, gorras, o dinero “de la talla correcta”. Mis tíos se alegran entre la seriedad que los caracteriza; mi tía, en cambio, salta emocionada por jabones, perfumes y otros detalles. La Navidad sigue sonando a salsa y villancicos, pero termina más temprano, y a veces estamos en pijama antes de las doce.
Pero por más que esta sea nuestra realidad, nos seguimos reuniendo. Parafraseando a José Luis Peixoto en el marco de estas festividades, él diría que mientras uno de nosotros esté vivo, estaremos siempre todos en Navidad. Porque ya sea que esté yo o no, como lo será este año, el dulce de la abuela estará allí. Nadie lo olvida. Se haga o no se haga, siempre estará ahí. Quiero pensar que habrá quien haga la ensalada de papas con manzanas o el arroz amarillo con pollo. Los hombres seguirán siendo secos con sus emociones, pero gustosos con sus camisas nuevas, y mi tía continuará emocionándose con los pequeños detalles mientras la memoria perdure. No importa cuántas cosas cambien; siempre seremos nosotros.
Es curioso cómo la Navidad, que parece diseñada para perpetuar tradiciones, también se convierte en un espacio para enfrentarlas. Me he mudado de nuevo. Me fui casi golpeando diciembre, y no alcancé a hacer el dulce de la abuela o a comprar los típicos regalos. A una parte mía le pesan las tradiciones, pero también pienso en la posibilidad de algo nuevo. Pienso en la posibilidad de construir una Navidad diferente, y tal vez hacer en un futuro una Navidad que me pertenezca. Una que no dependa de la misma mesa, pero que mantenga el espíritu del dulce de la abuela. Mantener pequeños actos que me hagan sentir en casa, ya sea que esté lejos de ella o me toque construir una nueva.
La Navidad no tiene por qué ser un acto de repeticiones. A veces, puede ser un espacio para empezar de nuevo. Para aceptar que las ausencias duelen, sí, pero que también dan lugar para reinventarse. Este año, si bien brindaré diferente, lo haré con la certeza que soy más de lo que queda en la mesa de Navidad porque el amor no entiende de fronteras. A todos, todas y todes, ¡Felices Fiestas!