La guerra en Ucrania es una tragedia que nunca debió ocurrir. Empezó hace tres años y hasta ahora suma miles de muertos y heridos, en su mayoría civiles inocentes. Las lecciones de la Segunda Guerra Mundial, hace 79 años, con los tribunales de Nuremberg y el castigo a los crímenes del fascismo en Europa, sentaron las bases del derecho internacional vigente, estableciendo que la guerra no da derechos, ni mucho menos es la vía para apropiarse de los recursos de otras naciones. Hoy, ese avance en la salvaguarda de la paz y el respeto entre las naciones está en juego, en el marco de las negociaciones entre Estados Unidos y Rusia sobre el destino de Ucrania. Los países europeos en el discurso hablaron de paz, pero en la práctica alimentaron la maquinaria del conflicto en vez de impulsar soluciones políticas. Cosechan así las consecuencias de su inacción siendo sometidos por las grandes potencias. Para los países pequeños como Panamá el mensaje es claro. Debemos mantener una política de neutralidad activa; rechazar las amenazas tiene que ser prioridad en nuestra política exterior. Pero esas aspiraciones son imposibles hacerlas en solitario. Estamos obligados a unir fuerzas en América Latina; una tarea difícil frente a las profundas diferencias que persisten en la región. No obstante, es un deber pendiente: unirnos en torno a principios comunes para evitar una encrucijada como la que vive Ucrania.

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